
Tareas de Claudia sin AMLO: economía y Casa Blanca
Oaxaca, Oax. 20 de agosto 2012 (Quadratín).-
Butaque
En este butaque se sentó mi abuela, que nunca conocí. Cuando se vino la familia a vivir a la casa el butaque ya estaba entre despojos de otro tiempo. Era parte de los recuerdos que guardaba mi madre de su infancia en el barrio. A nuestra llegada, iniciamos rápidamente la organización de los partidos de béisbol en el patio de la casa con los nuevos amigos. Nosotros veníamos del puerto pesquero, nuestro equipo favorito era el Yankes de New York. Mis nuevos amigos eran fanáticos de Diablos o Tigres del México. Luego de jugar lentos encuentros de béisbol por la tarde iba a casa de mis nuevos amigos. Jugar pelota con ellos me permitió entrar a sus casas. Allí, un anochecer, encontré sentada a medio patio a una anciana. Tomaba el fresco sentada en su butaque. Me pareció en ese momento que sería bueno tener una abuela que me contara historias de otro tiempo sentada en su butaque. Mi madre siempre se alejó de los recuerdos de su infancia triste, y no sacaba los trastos viejos del cuarto donde los dejó encerrados un día. Allá estaba el butaque de mi abuela. Un día de tareas abrí el cuarto de silencio y entré a recuperar el butaque de mi abuela muerta antes que yo naciera. Lo barnicé y quedó de nuevo en uso. Ahí me siento a descansar después de jugar los partidos de béisbol en el patio de mi casa. Sentado en este viejo butaque, contemplo a la gente del barrio que pasa por la orilla de la carretera al entrar la noche rumbo al mercado a comprar cena. Desde aquí observo a los camiones que pasan veloces en la carretera, con sus luces multicolores encendidas, rumbo a otras ciudades.
Un rompeolas del mar
Se puede llamar Carmen, como la virgen que celebran los pescadores en el puerto cada dieciséis de julio. Aunque ya por estas fechas ya nadie recuerda su verdadero nombre. Una mujer joven, blanca, esbelta, alta de caderas amplias. Una virgen. Carmen salía de su casa cada tarde, al bajar el sol, con sus pantalones cortos y zapatos tenis en color rojo, una blusa amplia que cubría sus formas, y arrancaba a correr por las calles del puerto pesquero. No era una mujer con demasiadas pretensiones en este mundo, sólo quería gozar de buena forma y de buena salud. Corría por las calles del puerto. La vida dura de sus padres, dedicados a la comercialización del marisco, le habían enseñado que en esta vida para no sufrir es necesario contar con una condición física de boxeador que va en su próxima pelea por el mismísimo campeonato mundial de su división. Más para una mujer en el puerto, la vida es dura y tiene que aguantar. Esta hermosa Carmen, virgen, sin compromisos en el mundo más allá del que guardan los hijos bien nacidos para con sus ancianos padres, salía por las tardes a correr, hacer deporte. De su casa en el barrio Canta Ranas llegaba trotando al rompeolas donde se plantan las balizas que indican en las noches y madrugadas de tormenta el rumbo a los barcos para entrar al antepuerto, verde a babor, rojo a estribor. Carmen gustaba de hacer al pie de la estructura de concreto que sostenía en vilo a las coloreadas balizas abdominales, cosas de mujer joven, sana. La gente del puerto pesquero estaba acostumbrada a verla correr cada tarde por sus calles. Una tarde no regresó con sus ancianos padres. Un brazo del mar, dicen los que atestiguaron el hecho, se la llevó a las profundidades del océano. Buscaron su cuerpo con lanchas, los pescadores tenían especial interés en que apareciera. Buscaron los marinos con guardacostas, helicópteros y aviones de la Armada Nacional. Pero nadie encontró nada. Ni sus pantalones cortos, que algún joven pescador soñó con ser el afortunado en localizar. Ni sus zapatos tenis rojos, que algún viejo marino, curtido por la vida y los mares, anheló rescatar. Se la llevó enterita el mar, un brazo fuerte y largo del mar que no soportó más verla cada tarde con sus pantalones cortos empapados de sudor, caderas amplias, zapatos tenis rojos que enfundaban sus blancos pies, muy junto a sus aguas.
Un niño sentado junto a la carretera
Un niño de once años está sentado en una piedra a orilla de la carretera. No espera a nadie. Ni a su madre vestida toda de negro que regrese del mercado con las cosas necesarias para preparar la cena. Ni a sus hermanos mayores que regresarán pronto de la escuela. Ni espera a sus amigos, ya es tarde para esperarlos, para invitarlos a jugar pelota. No espera a nadie. El sol cae rápidamente a su espalda mientras enfrente, en la carretera aun encendida por el calor del día, los camiones hacen rugir sus motores y marchan hacia alguna parte. El pequeño de once años, sentado sobre la piedra, junto a la carretera que comunica a los dos océanos, espera paciente que caiga la noche, el justo momento en que los conductores de los vehículos se ven obligados por la naciente oscuridad a encender las luces de sus unidades. Eso espera el niño de once años sentado en la piedra junto a la carretera. Quizá. Que oscurezca y que se enciendan las luces de los carros. Luego, por un instante más, verlos correr con sus luces encendidas: rojas, verdes, azules, encendidas; blancas, brillantes, encendidas. Pasado este corto momento se incorpora de la piedra mientras el correr veloz de los carros le agita los cabellos ensortijados. Camina hacia su casa donde su madre, una mujer vestida toda de negro, y sus hermanos de cabellos largos, lo esperan para cenar café con leche y pan.