A 5 años, no dejemos solo a nadie
Oaxaca, Oax. 3 de agosto 2012 (Quadratín).- Los hombres, ya se sabe. Por ellos las lágrimas, el insulto, las patadas y los puñetazos. Esta historia es simple, señores. No tiene más mérito que haber acontecido en mi pueblo; que no es decir mucho para algunos, pero si algo para nosotros. Y más para María y Antonia, y para un tal Ángel que se les cruzó en el camino.
Por las mañanas las mujeres van a recibir a los pescadores a la playa principal de la bahía. Allí compran, las primeras en llegar, a buen precio el pescado que luego llevan a revender a las colonias del puerto, entre lomas y cerros, arenales. Así las mujeres sacan algunos centavos para la casa. No están todo el día encerradas en la cocina ni amarradas al lavadero, con los gritos del marido y los hijos, los chismes con las vecinas. Trabajan y se entretienen, ocupan su vida en algo.
María es mujer joven, Antonia es vieja. Las dos son mujeres solas y con hijos. Un día llegó la tripulación de un barco camaronero, entró a la bahía por mal tiempo. Con el viento fuerte desatado en las calles los hombres se refugian en la cantina. Los del puerto y los marinos que llegan. Por ese tiempo María, muy joven, servía en el tendajo de Humberto. Es el único sitio donde se pueden encontrar cervezas frías, el hombre tiene dinero para comprar harta sal y poner las botellas a enfriar. El temporal duró una semana, creo recordar. Luego nos volvimos a subir a nuestras pangas y salimos a tirar el chinchorro. Los del barco camaronero también se fueron. No volvimos a verlos por la bahía nunca más.
A los nueve meses del temporal María parió su primer hijo. Lo recuerdo bien porque mi compadre Chino y su mujer fueron padrinos. María salió de la casa de sus padres y levantó su cabaña junto al faro. Temprano bajaba a playa por pescado con su hijo en brazos. Nadie le pudo negar a la joven madre sola un barrilete, una berrugata, un pargo. Ella vendía bien lo que le daban y levantó con su ganancia una tienda. Que al final de cuentas ya le sabía algo del negocio.
La novedad del puerto fue la tienda de María, y todos los hombres al terminar de tender las redes se iban al faro. La vida es grande y el cuerpo busca acomodo. Después del primer hijo María parió otros dos. Al año y medio de poner su tienda María ya no era novedad y el negocio cerró de tristeza. Ella regresó a la playa a comprar pescado para llevarlo a vender a las lomas del puerto.
La vida de Antonia llevó otro camino, ya todos acá lo sabemos. Casó muy joven con Lucrecio, hombre que le gustaba más el campo que el mar. En el patio de su casa junto con Antonia sembró flores, frutales y las yerbas que las mujeres ocupan en la cocina. En el mercado pusieron un puesto. Contrataron a la hija de mi primo Luis para que la niña atendiera el negocio mientras ellos hacían producir la tierra.
Antonia llevó una vida dura de casada, como es la vida de la mujer por esta parte de la tierra. De sol a sol quemó su espalda entre las matas. En la noche su cuerpo no tenía descanso porque su cabeza no dejaba de pensar en ayudar al hombre que era el padre de sus cuatro hijos. Una mañana Lucrecio no amaneció en su casa, agarró camino con la hija de mi primo Luis y ya nadie más supo de ellos. Ni Antonia ni sus cuatro hijos ni las mujeres más chismosas del puerto.
Antonia gobernó su puesto de frutas y verduras del mercado. La mujer, para hacerle daño a Lucrecio no se juntó con otros hombres. No se supo el nombre del que la acompañó en su cama. Tenía la cara de una mujer dura, que está mal cogida. O al menos eso aparentaba, vaya uno a saber. Pero algo guardado debía de tener, porque ya lo dije, la vida es grande y el cuerpo busca acomodo.
En los tiempos de su tienda María compraba la verdura en el puesto de Antonia, mujeres solas las dos. Una le ganó la confianza a la otra; no sabemos de qué lado vino, si de la que le dijo el nombre de los padres de sus hijos o de la que mencionó los argumento de la venganza contra el marido.
Era el año 74, recuerdo. Por ese tiempo el gobierno instaló la escuela primaria en una de las lagunas secas junto a la bahía. El primer profesor que llegó al puerto fue un maestro muy joven, Ángel, que tenía cara de huérfano. Las señoras lo socorrieron. Las viejas, para sentirse madres jóvenes. Las maduras, para sentir que con el paso del tiempo mantenían una responsabilidad grande por sacar adelante. Las madres jóvenes, para que les dijera el futuro de sus hijos.
Una mañana amaneció bañada la playa con la sangre de las dos mujeres. No daban ni pedían cuartel, perras las dos. Llegaron los pescadores, otras mujeres. Nadie pudo separarlas. Del gran pleito de la playa una perdió un ojo; otra la oreja. Las dos dejaron la forma de vivir que llevaban; María se amarró a un cirquero, Antonia puso un burdel con las adolescentes que desertaron de la escuela primaria con el vientre hinchado. El maestro Ángel se fue, lo relevó un profesor anciano. De los hombres, ya se sabe. Por ellos los insultos, las patadas, los puñetazos. Pero la vida es grande y para todos tiene acomodo.
Foto:Ambientación