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México no se arrodilla ante EU, ya está postrado ante el narco
Oaxaca, Oax. 13 de julio 2012 (Quadratín).- Por la cañada de Cerro Pelón, en la vereda que serpentea entre espinos y árboles secos, cayó la piedra; pasó delante del hombro de Manuel, ligera, como la señal de un conocido que te anuncia en medio del monte que quiere hablar contigo.
___Una piedra era esa, Fidencio.
___Una piedra era, Manuel.
En silencio el monte con sus chicharras que llaman a la lluvia en medio de los calores. En silencio toda esta tierra con su aire caliente y su cielo azul rey de nubes altas. Todo en silencio hasta que se abre el canto de las tórtolas sobre los árboles que arden.
Los dos hombres caminan por la vereda. Colgado del hombro llevan el morral con la tortilla y el agua. El más joven de los dos, Fidencio, sostiene en sus manos la escopeta. Salieron muy de mañana de Santa Marta Loxicha, el lucero de la madrugada todavía en el firmamento, y quieren llegar antes del mediodía a Loma Larga. Atravesaron a buen paso los rastrojos del pueblo, pasaron el río ya levantado el sol. Van a campear, llevan a sus mejores perros unos metros delante de ellos, Manchas y Sombra. Animales buenos para trabajar en el monte, bravos para perseguir la iguana, el armadillo. Perros que no se rinden ante nada, ni agujero de árbol ni hoyo en la tierra. Perros buenos, de cacería, que los acompañan desde hace muchos años. Más de una historia de buen perro tiene cada uno; una vez Sombra se agarró con un marrano de monte, hace como dos años, de esos de colmillo largo y pelo de alambre, allí lo dejó muerto en el camino; buen perro. De Manchas no se diga, cuida como nadie a su dueño, Manuel.
Los hombres de Santa Marta no tienen otra salida para mantener a su familia que aventarse al monte. Algunos de ellos se van para el puerto a trabajar de meseros o choferes de taxi, pero eso no es trabajo de hombre honrado. Algunos otros que tienen familia para la ciudad agarran su camino y no vuelven nunca más al pueblo; se hacen albañiles o ladrones, y se pierden entre tanta gente. Eligen no ser más del pueblo, y nadie los vuelve a ver. Para las fiestas de la patrona tal vez vengan, pero ya nadie los reconoce. Andan en sus camionetas, el oro en sus dientes y brazos, la cartera llena de billetes. Pero nadie los busca. Así que se aburren al tercer día de llegados, y se van como vinieron.
Para los que se quedan no hay más que allegarse un terreno y ponerse a trabajar parejo. La tierra da para todos. Ya para el tiempo del maíz, ya para el tiempo del limón o la papaya. Y así ven a los hijos que van creciendo. Juntan su dinero y levantan la casa; y de vez en cuando marchan al puerto a tomarse las cervezas, a buscar a las putas.
Los que permanecen cumplen los compromisos con el pueblo. La autoridad municipal requiere tiempo y trabajo de todos, y nadie se puede hacer a un lado con las obligaciones; esa es la costumbre por estas tierras. Cuando eligen a uno de ellos en la asamblea tienen que cumplir, si no pierden los derechos que tienen como ciudadano. El que no cumple con el pueblo no tiene tierra, no podrá levantar su casa. Por eso tienen que cumplir un año exacto con el pueblo. Y el orgullo que les queda es que digan lo que se logró hacer en su periodo como autoridad municipal. Así se levantó la escuela primaria, cuando fungió Sósimo al frente de la comunidad. Así se hizo el pozo para el agua entubada, cuando prestó servicio Samuel. Y ya para el año de Leobardo se logró terminar la pavimentación de la calle principal, con su plazuela y su quiosco.
En los días de marzo y abril, cuando ya la tierra se desmontó y se espera nada más que caigan las primeras aguas, los hombres agarran camino al monte. Algo se puede traer de regreso, una docena de iguanas que venda la mujer en el mercado del puerto, algún armadillo.
Ese es el gusto del hombre, agarrar el monte en compañía del mejor amigo o de un hermano. Así van platicando y el tiempo se les hace corto.
Una vez dice Anselmo que aquí en Piedra Blanca, donde dobla su brazo el río, se metió a pescar chacales. Allí estaba el hombre con su hermano Ricardo, metido hasta el cuello en el agua. Cuando vio que por la vereda venía Rosendo con María, la hija del difunto Tacho, esa que no encuentra marido. Venían, dice, como los que se encuentran en un camino sin proponérselo. Buenos días María. Buenos días Rosendo. Así, la mujer levantando el polvo del camino con sus huaraches y la cabeza gacha. El hombre empuñando la cacha del machete que traía al hombro y la mirada puesta a lo largo del camino. Esos traen algo, le dijo Anselmo a su hermano Ricardo. Traen algo.
Los hermanos permanecieron con el agua hasta el cuello. La pareja, al pasar Piedra Blanca, se dejó caer en la arena del río. Y allí montó Rosendo a María. Largo rato pasaron esa mujer y el hombre desnudos en la arena. Luego cuando el sol levantó más se vistieron y agarraron el camino de vuelta como llegaron, separados.
Anselmo le salió a Rosendo en una vuelta del camino:
___Te divertiste allá, cabrón.
___Me divertí pues, cabrón.
La soledad del monte es enorme, caben todos los hombres y todas las mujeres del pueblo en su silencio. Y más allá de la gente, caben los animales y todo aquello que no es de este mundo.
Los hombres tienen cuidado cuando van al monte, por eso van acompañados. Más de uno del pueblo se perdió en este silencio por semanas, meses. Cuando los encuentran cuentan historias de locos, de demonios.
Hablan de una mujer hermosa que sale a los hombres en el camino. Esta mujer es un duende. Los lleva por veredas y cuestas, por todo el monte. Tiene la facultad de cambiar las cosas. Cuando la monta el hombre, dicen, el que lo hace adquiere sexo de mujer. Esto le paso a Luis Adelfo, no hace mucho tiempo. En aquel año Luis Adelfo salió solo, y se perdió por varias semanas. Lo encontraron en medio de una cañada, aullando de dolor y miedo. Lo había agarrado el duende. Cuenta que se durmió con aquella mujer hermosa varias noches, que la mujer lo enloqueció con la forma de revolcar su cuerpo. Ese hombre en ese instante, dice, quiso perderlo todo. Su familia, su tierra, sus hijos. Lo único que deseaba en ese momento era revolcarse el resto de su vida con aquella mujer. Pues lo encontraron, su hermano Martín lo fue a buscar.
Cuando regresó a su casa la primera que lo encontró raro fue su mujer, Casilda. Ya no era aquel hombre que pedía sus caricias todas las noches. Se volvió muy callado. No salía a la cantina ni se iba a bañar al río, a pescar chacales. Pasó un año de que se perdiera. Una noche de agosto su mujer ya no aguantó más que no la tocara, ya la había acostumbrado a tocarla casi todas las noches, y le reclamó. Ya no eres el mismo, le dijo, te cambiaron.
___Me cambió aquélla mujer, hoy ya no soy hombre, soy también mujer-, dice Casilda que le dijo.
La señora contó este caso con los más viejos del pueblo, y recibió ayuda. Tiene que ir tu marido a recuperar lo que le pertenece, le dijeron, tiene que ir tu hombre a buscar al duende para que se revuelque de nuevo con ese ser y vuelvan a cambiar de sexo.
Los viejos saben lo que dicen, por eso son viejos. Luis Adelfo fue convencido por su mujer para que saliera una tarde a buscar al duende. Dicen que lo encontró y que volvieron a cambiar su sexo para que todo quedara como al principio.
Rueda la piedra delante de los pies de Manuel, el viejo campesino se detiene y levanta los ojos. Arriba del peñasco lo mira atentamente el león de Santa Marta, un animal enmelenado, color del polvo de la tierra. Los dos hombres detienen su marcha. Sus perros bravos, buenos perros, se arremolinan de miedo entre las piernas de sus amos. El instante de embeleso dura hasta que el león de Santa Marta con sus garras avienta otra piedra al camino. Levanta la cola y en su rostro se dibuja una sonrisa.
Los hombres permanecen inmóviles viendo a esa criatura del monte de la que tanto escucharon hablar desde su niñez. El león de Santa Marta no es malo, sólo juega. Pero hay que tener cuidado, porque hace perder la cabeza a los hombres. Este león tiene distintas facultades. Si así desea puede hacer que cambie el tiempo en un instante. De un sol fuerte puede pasar el monte a una lluvia tupida. Puede hacer que salga la luna y las estrellas o que se nuble y que canten los gallos como si fuera la hora del amanecer.
A este león nadie lo puede matar, porque embelesa. Parece una criatura tierna y siempre trae la risa entre sus fauces.
Cuando el hombre lo ve antes que el león lo descubra, puede anticiparse con su mirada al embeleso que causa el animal, y allí se le puede pegar el tiro. Pero cuando el animal divisa antes al hombre, lo mejor es no hacer nada, porque es una bestia con poderes.
Otra de sus facultades es convertirse en persona, y entonces se hace pasar por tu compañero y te lleva por el camino que él quiera.
El león de Santa Marta arrecia sus pisadas y se marcha. Los dos hombres se quedan sin saber qué hacer en la vereda. Los perros están metidos entre el monte, llorosos. Sopla un viento que refresca la tarde.
Manuel observa que Fidencio permanece parado con la mano puesta en la escopeta, sin hacer movimiento alguno.
En el camino están las dos piedras pequeñas que les arrojó a sus pies el león de Santa Marta. El canto de una tórtola rompe el silencio de la tarde.