Cortinas de humo
MADRID. 4 de julio de 2015.- La última imagen que he visto en televisión era la de un coche de policía que, para detener a un delincuente en Estados Unidos, se mete en la acera y lo atropella sin más.
Poco antes difundieron grabaciones de los recientes asesinatos de negros desarmados a manos de las fuerzas del orden. Imágenes de un país donde la tenencia de armas se ha convertido en un cáncer incurable.
¿Crece la violencia en nuestro mundo? Y yendo al origen, ¿aumenta el odio en nuestros corazones?
Una vez leí en Antonio Blay, un psicólogo que después de viajar a India hizo una extraordinaria síntesis de desarrollo personal que divulgó a través de cientos de conferencias y docenas de libros, un texto esclarecedor: “Todos nuestros problemas, sin excepción, derivan del hecho de querer retener algo. Y este intento de retener, es falso.
El vivir es un riesgo permanente de inseguridad, de mutación, de cambio. La vida es un río, yo soy un río, y el río no se va a detener. Cuando quiero retener algo, estoy creando violencia…, y al fin el río sigue su curso. Dichosos aquellos que descubren pronto que todo es inestable, porque estos encontrarán al final la Fuente de donde mana la única Verdad, la única seguridad, el único Ser eternamente estable.”
He encontrado este pedazo de papel al cabo de los años como un relámpago en medio de la noche. Es lo de Heráclito, que ya decía que nadie se baña dos veces en el mismo río, lo de aprender a fluir con la corriente, sin luchar para detenerme aquí.
Por eso creo que la violencia y el odio que la engendra nacen de nuestra inseguridad, en el fondo del miedo a perder lo que tenemos o la ofuscación por alcanzar lo que nunca hemos tenido. Un joven se apunta a la yihad por su desarraigo total en una sociedad que nunca lo ha recibido.
El amor se transforma en odio en una pareja por miedo a perder la posesión desmedida de otro ser humano y en definitiva por no aceptar los cambios. Aversión, poder, competencia, posesión, ambición, despiertan odiosidad, violencia y guerras. Queremos parar el río, retener algo o arrebatárselo a los demás y eso nos transforma en violentos.
Recuerdo que Anthony De Mello solía decir en sus charlas: “Usted se enoja solamente cuando tiene miedo. Piense en la última vez que se enojó, y busque el miedo subyacente. ¿Qué temía perder? ¿Qué temía que le quitaran? De ahí viene la ira.
Piense en una persona furiosa, tal vez en alguien a quien usted teme. ¿Puede ver todo el miedo de esa persona? Tiene mucho miedo, realmente lo tiene. Está muy asustada o no estaría furiosa. En el último análisis solamente hay dos cosas, el amor y el miedo”. La ira y el odio se entienden muy bien desde su reverso, la felicidad. Recuerdo que a mi madre no le gustaba discutir.
Cuando yo era un niño todos en mi casa decían que me parecía más a mi madre que a mi padre. Salíamos de un cine y una amiga suya le dijo de mí cuando tendría nueve o diez años: “¡Hay que ver lo que se parece a su padre!”. Respuesta de mi madre:
“¿Ha visto usted?”. Cuando uno no quiere, dos no discuten. La felicidad no se encuentra fuera, en las posesiones, los éxitos, el poder o el dinero, mis ideas. Está desde siempre dentro de nosotros. Lo que pasa es que no hemos despertado y nos identificamos con nuestras caretas, los rótulos que nos han puesto los demás, y perderlos nos da pavor.
Al final el odio procede de una desconexión con nuestra verdad más íntima. Y la violencia es terror a perder y huida de la realidad. No significa esto que sea malo desear cambios, si estos nacen del centro de nuestro ser, de nuestro mejor yo, oculto por una hojarasca que crea una mente desconectada y distorsionada.
El capitalismo salvaje o el pensamiento único que nos domina hoy están convirtiendo el mundo en un campo de batalla.
Sin darnos cuenta tenemos “un corazón de banquero”, y para defender nuestro dinero, armamos el corazón con dos pistolas. Con ello acabamos por perder la paz, la armonía interior, que es la única felicidad viable.
(Artículo proporcionado por el Centro de Colaboraciones Solidarias)
Pedro Miguel Lamet
Periodista. Director de la revista A Vivir, de El Teléfono de la Esperanza