Llora, el país amado…
MADRID, 2 de octubre de 2016.- Si perdemos los cuatro estados ilimitados que yacían en la sabiduría hindú: benevolencia-amistad, compasión, alegría y serenidad, dice Raimon Panikkar, cualquier esfuerzo por acercarnos a la realidad estará falseado.
Sin amor, sin simpatía, sin optimismo y sin ecuanimidad, no es posible abordar ningún problema ni conocer la realidad en la que vivimos. Nos moveremos en el campo de las apariencias más dañinas, aquellas que constituyen un falso problema creado por nosotros.
En ningún lugar han preconizado los auténticos Maestros que haya que aniquilar los deseos, sino no apegarnos a ellos. Los deseos son vitales para la existencia, para el goce de vivir y para alcanzar la felicidad personal que es el sentido último de nuestra vida. Apegarnos hasta al desapego es una rémora en el camino. Saberse libre y recordar, cuando caemos, que el suelo nos ayudará a levantarnos. La perfección no es una meta sino un quehacer.
El individualismo ha supuesto un avance y un progreso histórico pero ha dañado la solidaridad esencial que relaciona a todas las criaturas. Impone una visión mecanicista y economicista que ignora que toda acción tiene repercusión en el resto del universo, porque todos participamos en la actividad y dirección del universo. Aunque no sepamos cómo, el que uno viva mejor implica que todos vivan mejor. Lo entendemos en el plano de la amistad y de la familia. Es inconcebible que uno se harte mientras pasan hambre sus seres queridos.
No cabe la felicidad personal a costa de nadie. Estamos interrelacionados y, como personas, somos red de relaciones, y no mónadas independientes, como pretende el individualismo. De ahí, la evidencia ontológica de que no se trata de “cuánto más, mejor; sino cuánto mejor, más”.
Es cierto que cada uno es responsable de sus actos, pero en un contexto general de solidaridad universal. De ahí la reparación, pero también la misericordia. Porque uno está más condicionado de lo que puede constatar, pero no determinado. No es posible cuantificar los méritos de las acciones u omisiones. Un pensamiento, un vaso de agua, una sonrisa, una caída tiene valor inconmensurable porque, en verdad, todo sirve, todo importa, todo está relacionado. Como los nudos de una red, en la que ninguno es el más importante, o en las cuentas de un collar o en los eslabones de una cadena.
A quién se le ocurre preguntar qué miembro del cuerpo es más importante. Sería absurdo. El vuelo de un pájaro, el color de una flor, una lágrima o el agua que cabe en el cuenco de las manos son fundamentales. Una gota de agua es de valor inconmensurable si atendemos al agua, y poca cosa si calculamos la tensión de la gota.
A toda gota la echa de menos el océano. Porque es esencial en el orden del universo. Todo ser tiene derecho a estar aquí y a realizarse.
Es imposible juzgar a nadie, aunque podamos constatar los efectos de conductas desordenadas.
Lo que nos impresiona y atrae en los sabios es la bondad que dimana, su compasión radical, su alegría que purifica y la serenidad de su persona que nos devuelve a la más auténtica realidad. Como el eco del gong en nuestras entrañas.
Acercarse con esta actitud al pobre, al enfermo, al preso, al marginado transforma nuestra existencia. Y comprendemos la clave del mensaje evangélico “porque tuve hambre y me diste de comer”.
Una vez más, no es lo que hacemos sino cómo lo hacemos.
(Artículo proporcionado por el Centro de Colaboraciones Solidarias)
J. C. Gª Fajardo