La Constitución de 1854 y la crisis de México
OAXACA, Oax., 28 de septiembre de 2017.- Sorprende que los partidos hayan renunciado a sus prerrogativas, porque ellas constituyen una de las cruzadas de más largo aliento que la partidocracia ha dado en este país desde el surgimiento de la democracia en los años noventas. En el contexto actual, no debería sorprender que haya decidido renunciar a ese monumental privilegio económico, porque no hacerlo habría significado renunciar a la poca credibilidad que les quedaba. En ese contexto, una de las preguntas que los partidos y la ciudadanía tendremos que hacernos es de dónde saldrán los recursos que irremediablemente se utilizarán en las campañas electorales. Es un tema de la mayor relevancia que, en su conjunto, todos debemos considerar en el corto y mediano plazo.
En efecto, es un hecho que los sismos ocurridos en el presente mes hicieron colapsar lo que quedaba de las estructuras de credibilidad y sometimiento de la ciudadanía hacia los partidos políticos. Hasta antes de aquellos funestos eventos sísmicos, el electorado veía ya con desconfianza a los partidos, aunque lo más que llegaba a profesarles era desprecio.
Por esa razón, desde hace muchísimo tiempo los partidos tuvieron que echar mano de las prácticas de ingeniería electoral como una forma no sólo de garantizar un número determinado de votos en cada proceso electoral para mantener o alcanzar el poder, sino sobre todo para sostener la apariencia de que ellos, los partidos, seguían contando con el respaldo y la legitimidad brindada por la ciudadanía a través de esos votos (comprados o cooptados).
Todo eso se acabó con los sismos del siete y 19 de septiembre pasados. A partir de entonces —sobre todo del evento del día 19—, la ciudadanía se mostró decidida a no mantener esa actitud de indolencia y desprecio hacia la voracidad de los partidos, y vio en sus respectivos presupuestos una de las muchas posibilidades latentes de obtener recursos para la reconstrucción y, sobre todo, de obligar a los partidos a mostrar solidaridad con la ciudadanía en desgracia.
Así lo exigió la gente y, aunque hubo una resistencia inicial de los partidos por hacer eco de la propuesta de que su financiamiento sirviera para la reconstrucción y la atención de los damnificados, el instinto de supervivencia fue el que en realidad los llevó a recibir —aparentemente con beneplácito— dicha propuesta. Por eso, las propuestas de los propios partidos han ido escalando desde el hecho de no ejercer los recursos que les corresponden para lo que resta del presente año, hasta repudiar el 100 por ciento de las prerrogativas que utilizarían para el mayúsculo proceso electoral del año próximo, pasando por la propuesta de Andrés Manuel López Obrador de establecer un fondo —controlado por sus incondicionales—, fijado arbitrariamente en 100 millones de pesos, para labores de reconstrucción.
Todo eso suena muy bien. Sin embargo, lo que habrá que pensar en el mediano plazo —y más allá del enojo por la apatía de los políticos y los partidos ante la crisis humanitaria— es que de todos modos a) los partidos siguen teniendo el acceso casi monopólico al poder público; b) que no existe ninguna figura ciudadana como alternativa a la partidocracia en lo que corresponde a la lucha por el poder; c) que de todos modos habrá campañas en las que se consumirán recursos; y, d) que si no es de las prerrogativas, de algún arca tendrán que financiarse los partidos, y quién sabe si los ciudadanos estén dispuestos a donar, si los partidos estén dispuestos a recaudar, o si ello será la puerta de entrada —aparentemente legitimada— para el dinero dudoso a las campañas electorales.
Dinero, ¿de dónde?
En Estados Unidos, por ejemplo, existe una cultura muy bien afianzada de que buena parte del tiempo que tienen para el proselitismo los partidos y sus candidatos, lo utilizan en campañas de recaudación de fondos. Lo hacen abiertamente porque ahí lo que predomina es el dinero privado para la realización de campañas electorales, y porque así ha sido a lo largo de su tradición democrática. La respuesta que obtienen de una ciudadanía más o menos atenta a sus procesos democráticos, es la disposición de millones de personas a participar de la recaudación de fondos, a través de las donaciones. Por eso, ellos no tienen un problema importante con el financiamiento, porque ni es público ni es a costillas de nadie.
¿Cuál es el problema? Que en México los partidos han llevado el costo de los procesos electorales a niveles estratosféricos tanto en lo legal, como en lo ilegal. En lo legal, porque el costo de los procesos democráticos en México es uno de los más elevados en el mundo, debido a la complejidad del entramado institucional que regula las elecciones y al nivel de gasto que tienen permitido los partidos políticos a través del financiamiento público.
Y en lo ilegal porque, además de todo eso, los partidos gastan cantidades inimaginables de dinero tratando de evitar los límites de la ley y en defensas jurídicas, pero sobre todo en lo que concierne a la compra y coacción del voto. A tal nivel llega la cifra negra de los procesos electorales, que hoy en día es difícil cuantificar el monto que en realidad llega a gastar un partido o un candidato para poder ser competitivo —muy seguramente ni ellos mismos saben cuánto dinero dilapidan en esas acciones no declaradas ni cuantificadas—, independientemente de si gana o pierde las elecciones.
Por esa razón justamente se ha cuestionado duramente la relación entre políticos y partidos, con gente dedicada eminentemente a ser satélite del dinero público. La relación, por ejemplo, de Andrés Manuel López Obrador con los Abarca en Iguala, Guerrero; o la relación del Presidente Enrique Peña Nieto con el empresario Juan Armando Hinojosa del Grupo HIGA, o de ex funcionarios federales con los funcionarios de Odebretch que presuntamente los sobornaron a cambio de contratos, con recursos que fueron a parar a las campañas proselitistas. En el fondo, ese salpicadero toca todas las fibras del poder público y tiene que ver con los afanes que relacionan las ambiciones de poder con la necesidad de tener más dinero sucio para las campañas, porque su destino es justamente la parte ilegal del proselitismo que se materializa en la compra y cooptación de los votos.
Pulso ciudadano
Por eso, un termómetro eficaz para los partidos en 2018 respecto a su verdadero arraigo con la ciudadanía —si es que verdaderamente se logra que entreguen todas sus prerrogativas para la reconstrucción de las zonas afectadas— será que la gente done dinero para las campañas electorales. Pero que done dinero la ciudadanía interesada en el proceso electoral, y no los constructores, contratistas y proveedores que ven sus “donaciones” como una inversión que luego recuperarán con dividendos a través de contratos, privilegios y zonas de impunidad para ensanchar sus negocios.
A ver si es cierto.
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