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CIUDAD DE MÉXICO, 2 de febrero de 2019.- El gran Erick Hobsbawm murió a una hora propicia para que los diarios del día siguiente reseñaran con amplitud su óbito. Pero si las noticias llegan al más allá, dudo que el historiador se sintiera halagado con los obituarios simplones que casi sin excepción antepusieron el adjetivo “marxista” a su profesión.
Que ya no esté vivo es un formalismo, un accidente menor para existencias que se tasan por lo transcurrido y no por el final. Este es el caso del inglés que conoció México en 1973 y echó raíces amistosas e intelectuales entre nosotros. La Revista de la Universidad publicó en su número 100 una fotografía que da prueba de ello.
Cuando un historiador muere, es inevitable que alguien se pregunte para qué sirve tal profesión. Algunos tuvimos la fortuna de encontrar la respuesta en los textos de Heródoto y de Tucídides, de Tuchman y de Bloch, de González y González y de Gilly, y tal hallazgo, estoy convencido, nos hizo personajes mejores.
Por ello, como homenaje a la memoria de Hobsbawm, quien se fue de entre nosotros hace seis años y nos dejó un enorme legado, comparto hoy con los lectores de JdO un extracto de Introducción a la historia, texto en que Marc Bloch aborda esta inquietud. El libro de Bloch fue escrito en prisión, antes de que el autor fuera fusilado por los nazis el 16 de junio de 1944. Aquí sus líneas:
“‘Papá, explícame para qué sirve la historia. Así interrogaba, hace algunos años, un muchachito allegado mío a su padre que era historiador. Me gustaría poder decir que este libro es mi respuesta. Porque no imagino mejor elogio para un escritor que saber hablar con el mismo tono a los doctos y a los alumnos. Pero tal sencillez es el privilegio de unos cuantos elegidos. […]. El problema que plantea, con la embarazosa franqueza de esa edad implacable, es ni más ni menos el de la legitimidad de la historia. He aquí al historiador llamado a rendir cuentas. No se atreverá a hacerlo sin un ligero temblor interior: ¿qué artesano envejecido en el oficio no se ha preguntado alguna vez, con el corazón encogido, si ha empleado su vida juiciosamente? Pero el debate rebasa ampliamente los [pequeños] escrúpulos de una moral corporativa.
“[…] Porque a diferencia de otros tipos de cultura, la ‘civilización’ occidental siempre ha esperado mucho de su memoria. Todo la llevaba a hacerlo: tanto la herencia cristiana como la herencia antigua. Los griegos y los latinos, nuestros primeros maestros, eran pueblos historiógrafos. El cristianismo es una religión de historiadores. […] Por libros sagrados, los cristianos tienen libros de historia, y sus liturgias conmemoran, junto con los episodios de la vida terrestre de un Dios, los fastos de la Iglesia y de los santos. El cristianismo es además histórico en otro sentido, tal vez más profundo: colocado entre la Caída y el Juicio Final, el destino de la humanidad aparece ante sus ojos como una larga aventura, de la que cada vida individual, cada ‘peregrinación’ particular es a su vez un reflejo.
“[…] Cada vez que nuestras tristes sociedades, en perpetua crisis de crecimiento, empiezan a dudar de sí mismas, uno las ve preguntándose si han tenido razón en interrogar al pasado o si lo han interrogado bien.
“[…] Sin embargo, la historia tiene indudablemente sus propios goces estéticos, que no se parecen a los de ninguna otra disciplina. Y es que el espectáculo de las actividades humanas, que constituye su objeto particular, más que ningún otro está hecho para seducir la imaginación de los hombres. Sobre todo cuando, gracias a su alejamiento en el tiempo o en el espacio, su despliegue se atavía con las sutiles seducciones de lo extraño. El gran Leibniz nos lo ha confesado: cuando pasaba de las abstractas especulaciones matemáticas o de la teodicea a descifrar antiguas cartas o antiguas crónicas de la Alemania imperial, experimentaba, igual que nosotros, esa ‘voluptuosidad de estudiar cosas singulares’. Cuidémonos de no quitarle a nuestra ciencia su parte de poesía. Sobre todo cuidémonos, como he descubierto en el sentimiento de algunos, de sonrojarnos por su causa. Sería una increíble tontería creer que, por ejercer semejante atractivo sobre la sensibilidad, es menos capaz de satisfacer nuestra inteligencia.
“Porque la naturaleza de nuestro entendimiento lo inclina más a querer comprender que a querer saber. De donde resulta que a su parecer, las únicas ciencias auténticas son las que logran establecer entre los fenómenos vínculos explicativos. Lo demás sólo es, según la expresión de Malebranche, ‘polimatía’. […] No obstante, es innegable que una ciencia siempre nos parecerá incompleta si, tarde o temprano, no nos ayuda a vivir mejor. ¿Cómo no sentir intensamente algo similar por la historia que, al parecer, está destinada a trabajar en provecho del hombre a causa de tener como tema de estudio al hombre mismo y sus actos? De hecho, una vieja tendencia, a la que por lo menos se atribuye el valor de un instinto, nos inclina a pedir a la historia los medios para guiar nuestra acción; y por consiguiente, a indignarnos contra ella […] El problema de la utilidad de la historia, en sentido estricto, en el sentido ‘pragmático’ de la palabra útil, no se confunde con el de su legitimidad propiamente intelectual. Por lo demás es un problema que no puede plantearse sino en segundo término, pues para obrar razonablemente, ¿acaso se necesita primero comprender? Pero este problema no puede eludirse sin correr el riesgo de responder tan sólo a medias a las sugestiones más imperiosas del sentido común.
[…] La historia no es como la relojería ni como la ebanistería. Es un esfuerzo encaminado a conocer mejor; por consiguiente, algo en movimiento. Limitarse a describir una ciencia tal como se hace, siempre será traicionarla un poco. Es aún más importante decir cómo espera progresivamente lograr hacerse. Ahora bien, por parte del analista, semejante empresa exige forzosamente una gran dosis de elección personal. […] No tenemos la intención de retroceder ante esta necesidad.
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