
Desaparición Forzada
CIUDAD DE MÉXICO, 7 de octubre de 2019.- Para un título tan técnico una precisión de significados es obligada.
Por anomia social entiendo aquí la ausencia de reglas debido a su violación impune, acompañada de un sentido de pérdida y degradación porque las expectativas de la mayoría no pueden cumplirse.
Por resiliencia institucional asumo la capacidad de las organizaciones humanas para resistir y detener la anomia social, mientras las condiciones del contexto se modifican y las relaciones jurídicas se fortalecen.
Ahora bien, estimo que en cada transformación histórica de la vida pública del país esos dos procesos han tenido lugar. Dos ejemplos:
En la Independencia, entre 1810-1824, y hasta antes de la revolución liberal de Ayutla de 1853, en varios aspectos las instituciones monárquicas (Virrey, Real Audiencia, Real y Pontificia Universidad, iglesia-estado, fueros, leyes y normatividad) perduraron en la cultura aun siendo ineficaces.
Estoy diciendo que la anomia social de la primera mitad del siglo 19, que casi llevó a la desaparición del México independiente, fue a la vez contrapesada por esas mismas instituciones que se negaban a transformarse.
Ello ocurría mientras las instituciones nuevas, como los derechos individuales, poderes divididos, laicidad y codificación se instalaron y normalizaron bajo la fuerza moral y política de la segunda transformación: la Reforma, la Constitución de 1857 y la República Restaurada 1867-1876, en el contexto del imperialismo internacional y la lucha intestina entre los mexicanos.
La revolución de 1910-17, motivada en la anomia social producida por los excesos excluyentes de la mayoría social de la parte final del Porfiriato, tuvo que bregar otros 20 años, hasta la época del cardenismo en los años treinta para instalar las instituciones definidas por la Constitución de 1917: derechos colectivos, soberanía, presidencialismo, laicidad y universidad pública.
Pero, mientras así ocurría, las instituciones preexistentes fueron resilientes para paliar la degradación y, a la vez, dar paso a su propia re-gradación en el contexto cambiante externo de la Guerra Fría e interno del desarrollo estabilizador (1940-50/1980/91).
Hoy protagonizamos y testimoniamos en vivo y a todo color un nuevo episodio de aquellos complejos procesos entrelazados.
La anomia social y la desilusión de la mayoría, que nos reta a diario, agudizada por los excesos y desviaciones del periodo neoliberal, son resistidas por la configuración de instituciones con que contamos y que, en parte, abonaron a tal condición.
En el inicio de una nueva transformación histórica, las instituciones del estado constitucional: poderes políticos (legislativo y ejecutivo) y órganos de control y garantía (poder judicial y tribunales constitucionales) deben jugar el difícil doble papel de mostrar resiliencia en lo útil y, como dijo Benito Juárez en su momento, disponerse a regenerar sus propios tejidos dañados y perniciosos en beneficio incluyente de esa mayoría.