Llora, el país amado…
CIUDAD DE MÉXICO, 9 de octubre de 2020.- Alguna vez, durante pocos años (cuatro), fui miembro del Partido. Así se le llamaba, sin adjetivos, y aun hoy la sigo considerando una de las experiencias más formativas de mi corta vida, hoy apenas en mi tercera juventud.
Quiero decir que eximo a mis compañeros de entonces de las deformaciones que puedan encontrar en mi evolución, y debo aclarar que de ninguna manera este escrito sea una “autocrítica” a la que muchos en el Partido eran tan afectos. No, no tengo de qué arrepentirme.
Siempre me preguntaban por qué había optado por estar en el Partido, cuando había otras organizaciones donde realmente se podía “avanzar”, como en su momento hizo YSQ, quien durante 14 esforzados años llegó a la dirigencia del PRI tabasqueño y le compuso un himno. Ya desde entonces se evidenciaba en él esa tendencia tragicómica.
Yo respondía, cómo no, con el convencimiento de que vivíamos toda la serie de males que desde entonces han permanecido incólumes: injusticia, represión, desigualdad, etcétera, por lo que era necesario participar en los cambios que requería nuestra maltrecha sociedad. El diagnóstico, aun ahora, es correcto. El problema, entonces como ahora, era y es de método. Siempre persistió en el Partido (siempre con mayúsculas, por favor) la convicción de que para eso estaban los líderes, para marcar la ruta, y que a la tropa sólo quedaba obedecer (obediencia ciega, ¿les suena?). Y claro, ahí empezaron los problemas, porque entonces nuestras luchas individuales tuvieron que dividirse: por un lado contra un Estado autoritario; por el otro, contra un liderazgo también autoritario. Para fortuna nuestra, el Partido un día decidió que nos dejaba en libertad: se suicidó, un harakiri eficiente y casi indoloro.
Traigo a colación este antecedente porque hoy, cuando miro alrededor entre las hordas de YSQ, encuentro a muchos, muchísimos, más de los que sería sano encontrar, de mis ex camaradas, enarbolando alegremente las consignas del tirano, a quien ven con el mismo fervor que un día miraron al Padrecito, es decir a Stalin. Y me detengo en seco, y no sin estupefacción me pregunto: ¿Pues qué nos pasó?, ¿Cómo llegamos hasta aquí cuando luchábamos por una libertad de prensa que hoy condenamos?, ¿Cómo pasamos a defender el Estado autoritario que tanto condenamos? ¿En dónde perdimos el camino? ¿Fue por decepción, por desesperación o por cinismo? ¿O será que en el fondo siempre extrañamos tener sobre nosotros una autoridad superior que nos libere de la responsabilidad de nuestras decisiones?
Una vez más debo decir que si lo que hoy se presenta cómo izquierda es lo que en realidad se entiende por ella, me declaro anarquista, librepensador o agnóstico, o cualesquier tipo de pensamiento libertario, porque ya no puedo reconocerme entre grupos que adoran a un admirador del fascismo y el pensamiento único, que ha hecho de la intolerancia un método para ocultar sus limitaciones intelectuales y que apuesta por una entelequia sin pies ni cabeza. Allá ellos. Y allá yo, lo sé. Pero frente a ese panorama, prefiero el ostracismo.
Me queda claro que las categorías que se manejaban en los setentas son increíblemente distintas de las que hoy permean el mundo, uno más complicado, pero tratar de encontrarnos en el pensamiento de ese pasado es, por lo menos, una anomalía a la que no encuentro solución. Y me parece que si hoy muchos de esos excompañeros de lucha siguen declarándose marxistas, no puedo dejar de relacionarlos con el otro Marx (Groucho, claro, no Karl), cuando escribió: “Esos son mis principios; si no les gustan, tengo otros”, una frase que define cabalmente la transición de nuestras izquierdas, que se decantan hacia el autoritarismo. Igual que entonces, pues.