Respuesta a la violencia e inseguridad
CIUDAD DE MÉXICO, 11 de febrero de 2021.- La iniciativa del senador Ricardo Monreal para que México emprenda una regulación en las redes sociales digitales está motivada por una inquietud comprensible que ciertamente debemos todos compartir: las empresas que soportan el masivo tráfico de información han revelado el poder de control sobre los espacios que -ni hablar- se han convertido en la nueva arena pública.
Y, sin embargo, no podemos ser ingenuos: es cierto que la Internet (comprendido como la interconexión de bases de datos y usuarios) es un bien público, pero las empresas de socialización digital a las que fueron atraídos miles de millones de usuarios no lo son. Como empresas es lógico que en su búsqueda de rendimiento, utilidades y crecimiento implementen los mecanismos, las reglas, los convenios y alianzas que mejor les parezcan y funcionen para sus intereses.
Cuando las reglas o condiciones ya no satisfagan las expectativas de sus clientes y usuarios, estos tienen la libertad de marcharse. En teoría eso fue lo que debió suceder con las polémicas políticas de WhatsApp propuestas para este 2021 y que provocó una aparente desbandada de usuarios en esta plataforma que suma más de 2.7 mil millones de ellos. La presión de los usuarios forzó a WhatsApp de Facebook postergar la implementación de su nueva política; y, según informó el principal competidor de la plataforma, Télegram, en menos de 72 horas recibieron 25 millones de nuevos usuarios provenientes de la desbandada. Este es un mecanismo de regulación para una empresa que depende del volumen de clientes y usuarios.
Pero esto no es lo que se encuentra en el centro del debate. Lo planteado por el senador Monreal se soporta en dos derechos sociales primordiales: la libertad de expresión y la garantía de acceso a la información. Algunos acontecimientos respaldan esta preocupación; el más evidente, que Facebook y Twitter bajaran las cuentas del entonces presidente de EU, Donald Trump, pero hay muchos otros ejemplos del control que las empresas hacen de manera específica contra actores políticos, contenidos y movimientos sociales.
Naturalmente debemos proteger a cierto sector de la audiencia (menores de edad, primordialmente) al tiempo de auxiliar en la construcción de criterio al resto de los usuarios de redes sociales frente a los discursos de odio, discriminación, intolerancia y decenas de comportamientos criminales, ilícitos e inmorales distribuidos en la arena pública.
Las razones que han ofrecido las empresas de redes sociales cada vez que eliminan contenidos nos pueden resultar más o menos válidas o comprensibles: la prohibición de desnudos, por ejemplo, es claro que parece evitar la pornografía, pero por desgracia no elimina actividades ilícitas como la prostitución o el lenocinio; por el contrario, contenidos sobre maternidad y lactancia, así como diversos movimientos a favor de la vida sí han sido censurados aparentemente por publicar imágenes de mujeres embarazadas, partos y hasta ecografías de nonatos.
Sucede igual cuando las empresas deciden eliminar contenido que juzgan como discurso de odio, incitación a la violencia o incluso a las peligrosas noticias falsas. Como principio, es válido: todo discurso de violencia, engañoso y discriminador debe ser juzgado con claridad y severidad porque exponer indiscriminadamente a millones de personas a mentiras y odios es un crimen contra el bien y la justicia, contra la sana convivencia y el desarrollo social. Pero ¿quiénes tienen el derecho a decidir el filtro o los matices de los discursos ‘correctos’ en las redes y cómo se garantiza su independencia?
En 2019, Facebook anunció su Junta de Supervisión Independiente encargada de dirimir los conflictos no resueltos por los algoritmos de censura de la plataforma. La junta la constituirían once miembros y suena a buena idea, mas la cuestión es: ¿será esta junta suficientemente representativa en lenguajes, culturas y credos; será suficientemente aséptica de intereses económicos y/o ideológicos? Incluso, ¿será humanamente capaz de regular la inmensa, compleja e inasible maraña de metadatos?
Lo que nos lleva de vuelta al planteamiento de regulación en México: ¿Es el gobierno el ente adecuado para garantizar la libertad de expresión y el acceso a la información de los usuarios en redes sociales mientras debe dirimir los conflictos de intereses políticos, económicos o ideológicos de sus administradores en turno? ¿Cuenta con los recursos para hacerlo? Y, de contarlos, ¿debería hacerlo? Porque de las naciones democráticas se espera que el gobierno represente la voluntad popular tanto como la voluntad impopular, sin embargo, no suelen verse esos gestos de grandeza política.
Así que, bienvenido el debate sobre la regulación de las redes sociales y hagamos votos por que sea tan plural e inclusivo como sea sanamente posible; pero ojalá a la administración pública, a los legisladores y a la ciudadanía también le interese regular a detalle algo que sí es posible y necesario: Las Oficinas de Comunicación Social de los gobiernos, dependencias, instituciones y entes públicos. Porque allí donde una oficina de gobierno depende de una o varias redes sociales digitales de empresas privadas para mantener vinculación con la ciudadanía, se ha perdido un poquito de democracia.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe