Obispos de México: Un nuevo horizonte
Entre lo falso y lo verdadero siempre ha existido un abstracto absoluto irreconciliable. Nada que es realmente falso puede ser realmente verdadero ni viceversa. La condición objetiva de la falsedad es la distancia que tiene de la verdad. Pero distinguir con claridad una u otra nunca es sencillo; el asunto es que somos seres de imperfecta percepción y juicio.
Pero incluso esta limitación -que siempre nos ha acompañado- no es un problema en sí mismo; el peor error que el ser humano puede cometer en la búsqueda por la verdad es creer que se tiene completa certeza de ella antes de siquiera buscarla; y un segundo yerro es minimizar o relativizar la distancia existente entre lo falso y lo verdadero.
Estas dos confusiones son el cáncer de nuestro tiempo. El exceso de información, la basura informática que sobreabunda y la desarticulación entre ‘el dato’ con ‘el proceso detrás del dato’ han creado terribles monstruos y pecados sociales. La proliferación de personas e instituciones radicalizadas, demasiado seguras de sus certezas y cerradas a toda posibilidad de diálogo no es un fenómeno meramente anecdótico; sus maquinaciones y engaños llegan a afectar vidas y familias concretas.
Por ello, en principio -insisto, en principio- no parece tan mala idea que existan contrapesos a la desinformación y la calumnia: centinelas, pero no de la verdad sino del proceso racional para descubrir la verdad, guardianes del inagotable camino hacia la verdad. Pero, por desgracia, no es lo que está pasando en estos días.
Cuando el gobierno federal en México implementó el extravagante ejercicio ‘Quién es quién en las mentiras’ (que en la idea pretende ser una especie de ‘evaluación de la deontológica periodística nacional’ pero que no llega a más que un burdo acto de vituperación regañina), muchos medios de comunicación y periodistas sintieron honesta alarma porque -independientemente de las buenas o malas intenciones de la administración pública en turno- la mera existencia de un juicio desde la cúspide del poder sobre cómo los ciudadanos usan su constitucional libertad de expresión y prensa, legitima el abuso del poder político para cuestionar o censurar la ética normativa, operativa o informativa de todos los medios y actores de comunicación en la sociedad mexicana.
Hay que conceder que el propio gobierno y los agentes del Estado tienen derecho de rechazar o cuestionar la objetividad o veracidad de las informaciones periodísticas publicadas; y para ello existe toda clase de modelos de precisiones, réplicas o retractaciones.
Sin embargo, hay que recordarles que, al detentar el poder, no pueden ser víctimas objetivas. Si desde el empíreo del poder, un funcionario o algún movimiento buscaran ‘defenderse’ de una calumnia o difamación, tienen que ser conscientes de que su queja resonará con la megafonía acorde a su posición de privilegio: con todo el aparato, todos los medios, todos los recursos. Por el contrario, cuando las víctimas ubicadas en las periferias, los pobres, marginados, despreciados e invisibilizados gritan sus clamores apenas suena un debilitado susurro que el ruido y la saturación informativa ayudan a olvidar.
Esto ha sido una lucha recurrente de las voces de víctimas para hacerse de fuerza y de apoyos que repliquen sus clamores. Cuando un gobierno se abroga el derecho de dar clases de periodismo a los medios y a la ciudadanía, la potencia de su voz es capaz de cambiar la percepción y el juicio sobre la distancia entre la verdad y la falsedad. De ese tamaño es su responsabilidad. Siempre la ha tenido y ha sido rara la ocasión en que la usa para la justicia.
Así que no, las expresiones «no es falso pero tampoco es verdadero» y «no es falso pero se exagera» vertidas por Elizabeth Vilchis, la encargada del vituperio federal semanal, no son inocentes; pueden ser ocurrencias de un vocero sin entrenamiento o verborrea nerviosa sin sentido, pero jamás inocentes.
Cuando nos enfrentamos a la exploración de la verdad, los humanos contamos con una percepción sumamente débil y limitada; por si fuera poco, somos víctimas de nuestros sesgos cognitivos que predisponen a nuestra mente frente a lo que nos gusta y no nos gusta sentir. Si a eso le sumamos un ambiente terriblemente hostil contra la verdad, contra el esfuerzo que implica distinguir la distancia entre lo falso y lo verdadero; y coronamos todo con el vasallaje desde el poder para intentar cambiar la percepción y la realidad, entonces tenemos un grave problema entre manos.
Por fortuna, hay esperanza. Siempre se cuenta la fábula de los siete sabios ciegos que tocaron partes distintas de un elefante y creyeron que el paquidermo era siete cosas diferentes. La fábula no puede quedar en la llana reflexión de que ‘cada quien percibe lo que está a su alcance’; el valor de este relato reside en la posibilidad real de alcanzar la verdad: los sabios dialogan y comparten; aunque piensan y opinan diferente y tienen experiencias distintas al dialogar con apertura y confianza todos terminan con una imagen más clara del animal, más cercana a la verdad. Por tanto, el único remedio frente a la relativización de la verdad y la falsedad en nuestros días, es el diálogo. Ahí, en el diálogo, los medios de comunicación y sus actores podrán realmente defenderse y defender la honesta búsqueda de la verdad.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe