Diferencias entre un estúpido y un idiota
Quizá hoy pocos lo tengan en mente, pero la existencia de un congreso -un cuerpo legislativo- en México ha sido una persistente batalla, una trágica piedra sisífica que se despeña con regularidad pasmosa. La recurrente tentación del absolutismo o de la manipulación desde un poder omnímodo siempre ha sido una dura prueba de la democracia, la pluralidad y la representatividad de nuestra patria, incluso antes de que se constituyera formalmente. No en balde se relata que el propio cura Morelos -en una de sus más lúcidas convicciones- dijo al general Nicolás Bravo: «Salve usted al Congreso que aunque yo perezca poco importa».
Quien hizo un panegírico de esta actitud del ‘Siervo de la Nación’ mexicana fue el diplomático mexicano y militante del Partido Comunista, Rafael Ramos Pedrueza: «El Congreso se salvó y Morelos fue hecho prisionero sacrificando su propia vida por salvar la de sus enemigos porque eran los representantes del pueblo mexicano». En estos días (en realidad desde hace ya varias décadas) pareciera que ni siquiera los congresistas salvarían los principios e ideales del Congreso. ¿Quién, desde la otra orilla, estaría dispuesto a defender a un diputado o a una legisladora? ¿Quién en sus cabales defendería a los partidos políticos que nos han acostumbrados a bochornosos episodios?
La existencia de los representantes legislativos tiene sentido únicamente bajo la convicción de que hay amplias porciones sociales cuyos fundamentos históricos, culturales o naturales requieren de una voz que los represente y promueva; aún más: que hay extensos grupos del pueblo que permanecen sometidos, sojuzgados y hasta explotados por otra clase poderosa y dominadora, y que urgen de una voz que les defienda y proteja.
En la historia mexicana sobreabundan los casos ejemplares en que los legisladores prefieren olvidar todo lo anterior y se limitan a vergonzosos enfrentamientos entre clases poderosas y dominadoras. La ‘representación’ que hacen los representantes del pueblo suele estar básicamente condicionada por poderosas agendas políticas, económicas, geopolíticas e industriales. El estruendo que causa el choque de tales agendas depende del poder de sus patrocinadores y no de la convicción de sus ideas. La violencia del encontronazo, los alaridos, las acusaciones, las agresiones, las amenazas, las risas impostadas, las pasiones y las exaltadas exageraciones reflejan las presiones a las que están sometidos los legisladores.
Es sumamente sospechoso que, durante la batalla por los márgenes de la industria eléctrica en México, ambos polos se acusaran mutuamente de ‘traición a la patria’. Si unos apuntaban con el dedo a sus adversarios por promover una ley que podría constituir injusticia, tiranía y corrupción contra el pueblo mexicano; los segundos reviraban que los primeros se limitaban a un servilismo funcional que sólo custodia los intereses económicos de explotación de ciertos sectores poderosos. ¿Qué entenderán ambos extremos por ‘Patria’, entonces?
¿Salvaríamos hoy al Congreso? Esta pregunta sólo tiene una respuesta lógica si realmente se cree en la democracia: Sí. Sin embargo, ¿es posible que el pésimo servicio de representación del pueblo y de su inmensa pluralidad sea la excusa perfecta para limitar sus facultades, para banalizar su labor y para despreciar su misión? Con tristeza hay que admitir que, también; es alarmantemente plausible.
La tentación siempre está allí, es cíclica; la alimentan las propias ambiciones pero también la codicia y los errores de los adversarios, los enemigos, los otros. Morelos deseaba que el Congreso ‘aboliera el lujo y la miseria’ en México; es casi poético su concepto político: una más amplia, más libre y más comprometida representación de las pluralidades sociales evita los extremos, evita el abuso y nos preserva de la decadencia.
Nadie en pleno uso de sus facultades podría negar que México requiere grandes y profundos cambios; ha sido largamente esperado un proceso que revierta la degradación política e institucional de una nación cuyas riquezas y miserias son no sólo abundantes sino sumamente desafiantes. Nuestros aparatos legislativos, por más indecentes que puedan parecer a uno u otro lado del espectro político, son indispensables para dicho proceso. Sin ellos, sólo nos queda la cerrazón, la imposición ideológica o la obscena compra de conciencias.
Ramos Pedrueza, socialista y bolchevique como él mismo se definía, dejó a la posteridad una brillante reflexión: «No es posible ser un revolucionario en el sentido emancipador del vocablo, ni ser un socialista sincero cuando el guerrero está antes que el hombre». Es decir, la transformación que necesitamos no vive del verbo ‘ganar’ sino del verbo ‘conciliar’.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe