Cortinas de humo
Seguridad y Defensa
El juicio público contra el secretario calderonista de Seguridad Pública, Genaro García Luna, podría convertirse en la punta del iceberg de un conflicto mayor en las relaciones de seguridad entre México y Estados Unidos o ahogarse en un asunto personalizado en el exfuncionario.
Pero sea una cosa u otra, los casos de funcionarios corrompidos por el crimen organizado no se agotan en asuntos individuales, sino que son la punta de asuntos mayores: la expansión orgánica del crimen organizado en las estructuras institucionales y sociales de los dos países.
Desde el nacimiento de los cárteles criminales modernos a partir del Cártel de Guadalajara de Miguel Ángel Félix Gallardo en 1985 se ha dado un desenvolvimiento irregular de complicidades entre autoridades y delincuentes: mientras los grupos delictivos se fortalecen con recursos y con su capacidad de corrupción de las instituciones, las estructuras policiacas han ido perdiendo dinamismo, margen de maniobra y en muchos casos deterioro de la moralidad de los funcionarios.
Los sonados casos del Chapo Guzmán y de García Luna estarían poniendo en la mesa de debates lo que ninguna autoridad quiere reconocer: la configuración en México y en Estados Unidos de verdaderos narcoestados, es decir, de estructuras gubernamentales y sociales penetradas por el narcotráfico y sin la capacidad para combatir a los grupos criminales con la intención de liquidarlos.
En México y en Estados Unidos las autoridades tienen perfectamente detectadas las estructuras, personalidades y áreas de acción de los cárteles criminales que operan a la luz del día y a la vista de todos, como ocurrió con el caso de Ovidio Guzmán López y su asentamiento en una zona popular cercana a Culiacán, pero sin que ninguna autoridad fincara, primero, caracterizaciones criminales y, después, consiguiera los documentos legales para su persecución.
En Estados Unidos la DEA ha detectado que los cárteles mexicanos han creado en territorio americano verdaderas células criminales para el contrabando, distribución, venta al menudeo y lavado de dinero de la droga, pero no ha existido ningún operativo siquiera para tomar el control territorial de las calles donde se trafica la droga.
En el lado de California, varios periódicos han publicado reportajes y fotografías de zonas públicas donde están asentados los consumidores de fentanilo, incluyendo imágenes de drogadictos que deambulan como zombies en las calles bajo el efecto de la droga. Esas zonas urbanas no han sido limpiadas por las policías antinarcóticos, dejando la impresión de que se trata una zona de tolerancia para el consumo de las drogas.
El arresto del Chapo en México y luego su traslado a Estados Unidos y su juicio que lo condenó a prisión perpetua no ha generado ninguna acción estadounidense, mexicana o bilateral para confrontar al Cártel de Sinaloa con la intención de liquidarlo y en los hechos todo se ha quedado con el castigo penitenciario individual en contra del Chapo como capo.
La caracterización de narcoestado no tiene que ver de manera estricta con el hecho de que la estructura estatal se dedique a la siembra y tráfico de drogas, sino que las instituciones del Estado hayan sido capturadas por corrupción o por violencia por los intereses de los diferentes cárteles en funcionamiento. El modelo lopezobradorista de construcción de la paz implica la labor de atención de las sociedades en las zonas del narco para aumentar el bienestar y con ello disminuir la vinculación criminales-ciudadanos, pero con la decisión de alto nivel de no confrontar a las bandas operativas de narcos para evitar la violencia callejera.
De ahí la percepción de que no se ha necesitado que el Chapo hubiera sido presidente de la República, sino que el Estado mexicano no ha contenido la expansión institucional y territorial de los cárteles y éstos hayan comenzado a invadir los espacios sociales cotidianos de las zonas urbanas. Es decir, que la expansión y consolidación de los cárteles del crimen organizado en sus diferentes especialidades solo ha sido posible por la permisividad, pasividad y/o decisión estratégica de rehuir la confrontación violenta con los delincuentes.
México y Estados Unidos están padeciendo la presencia creciente y dominante de cárteles delictivos en sus zonas urbanas, en México por el poder dominante del dinero para producir y contrabandear drogas y en Estados Unidos por la necesidad de establecer canales de suministro de drogas para el 10% de su población como adictos totales y quizá un 50% adicional de consumidores no terminales que requieren de acceso a las drogas.
Lo que no se ha profundizado en los juicios contra mexicanos en tribunales estadounidenses por casos de drogas es la responsabilidad institucional, política y personal de funcionarios en el fortalecimiento y expansión de los cárteles, ya sea por comisión o por omisión. En los casos del Chapo y García Luna se ha demostrado hasta la saciedad la existencia y fortalecimiento del Cártel de Sinaloa, pero es la hora en que no ha existido un operativo directo contra esta agrupación criminal que sigue teniendo su sede conocida en Culiacán y sus alrededores.
En este contexto, un narcoestado no es aquel Estado que se convierte en un cártel de drogas, sino que opera como una estructura institucional que por cualquier tipo de razones justifica la existencia de los cárteles criminales y con ello facilita su consolidación. Las evaluaciones de la DEA desde 2005 han establecido el reconocimiento de que nueve cárteles mexicanos del narcotráfico son los que controlan el contrabando, distribución, venta y lavado de dinero de la droga dentro de Estados Unidos.
México y EU como Estados son corresponsables directos del crecimiento en la venta y consumo de drogas y de la expansión criminal del narcotráfico a otras actividades delictivas que están sumiendo a las sociedades de ambos países en una decadencia social y moral porque el consumo de drogas se está expandiendo a diferentes sectores de la sociedad.
El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.
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