La Constitución de 1854 y la crisis de México
INDICADOR POLÍTICO
Por su interés, reproduzco la reseña del escritor y editor mexicano Eduardo Mejía del libro Revolución, de Arturo Pérez-Reverte, publicada en el periódico El Independiente de México (https://elindependiente.mx/cultura/2023/04/04/un-espanol-en-la-bola/:
Un español en La Bola
Eduardo Mejía
En términos generales, la Revolución Mexicana abarca desde el levantamiento prematuro e inocente de Aquiles Serdán y familia, el 20 (¿o fue el 19?) de noviembre de 1910, y termina o culmina con el asesinato del presidente reelecto Álvaro Obregón en 1928, cuando comienza el maximato de Plutarco Elías Calles y sus presidentes aliados Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio, Abelardo Rodríguez, donde termina el minimato y se establecen los sexenios de Lázaro Cárdenas y sucesores.
Sin embargo, hay fechas simbólicas: el llamado de Francisco I. Madero, el cuartelazo de Victoriano Huerta, el ascenso del Primer Jefe Venustiano Carranza, los simulacros de Eulalio Gutiérrez, Roque González Garza, Francisco Lagos Cházaro, y el triunfo de los sonorenses que consolidan con la presidencia de Adolfo de la Huerta, Álvaro Obregón y el Jefe Máximo Calles; todos ellos, en mayor o menor medida, hombres de la Revolución, y casi todos al mando de tropas de uno u otro ejército.
Pero la lucha por el poder no siempre fue el eje ni la ambición de los revolucionarios; entre todos sobresalieron algunos militares, rudos y torpes o más o menos ilustrados, casi todos con algún ideal, real o simulado; entre quienes no llegaron al poder destacan Pascual Orozco, Pancho Villa, Emiliano Zapata, y otras figuras menores, como los que enumera Carlos Fuentes en el capítulo final de La región más transparente, muchos con halo trágico; otros, dueños de leyendas que perviven, y otros que merecen ser mejor estudiados, como Maytorena, Maycote, Eufemio Zapata, Francisco Serrano, Benjamín Hill, Otilio Montaño, Manuel Mondragón y muchos más, que al final fueron derrotados por los intelectuales José María Lozano, Querido Moheno, Toribio Esquivel, Nemesio García Naranjo, entre los conservadores, y Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Luis Cabrera, Francisco L. Urquizo, Francisco J. Mújica, Felipe Carrillo Puerto… ¿Pos creerán ustedes que ninguno es mencionado por el por lo regular muy bien documentado Arturo Pérez-Reverte en su muy reciente novela Revolución, donde los principales son Villa y, muy de lejos, Obregón, que protagonizaron uno de los encuentros decisivos de la Revolución, primero muy cuates y luego enemigos a morir, y cuyas luchas definitorias tuvieron lugar en 1914, concretamente en la(s) batalla(s) de Celaya, decisivas para el triunfo de Carranza y la derrota de Villa? Asegún…
La novela de Reverte tiene como personaje principal a un español que, contratado por una empresa española, se ve metido en la toma de Ciudad Juárez, donde es obligado a dinamitar un banco, gracias a su oficio de ingeniero de minas (como si no hubiera habido excelentes cañoneros en todos los bandos revolucionarios, incidente éste gracias en el cual la División del Norte gana una de las batallas decisivas de la primera etapa de la Revolución armada); por azares del destino se ve inmiscuido en otro episodio grave, la asonada de Huerta contra Madero (al que en la novela se le pinta como timorato y torpe), y en ese trance pierde novia, los pocos ahorros, la seguridad, pero tiene un encuentro erótico con una periodista estadounidense, menos romántica pero más sensual (hasta donde sabemos) que Alma Reed, y se salva porque se encuentra a un soldado menor aunque luego es hasta sosteniente (parodia de subteniente, en el rango militar), después otra vez como ingeniero de minas se topa de nuevo con Pancho Villa quien lo obliga a que entre a su ejército, ya no como cañonero porque seguramente ya tiene a Felipe Ángeles (lo suponemos, porque tampoco es mencionado), y allí es uno de los que caen en ese episodio que dio el triunfo a Carranza gracias al genio militar de Obregón (podemos leer mejor ese episodio en los 80,000 kilómetros en campaña, espléndido libro del propio Obregón, editado por el Fondo de Cultura Económica), y que causó la derrota de Villa. Asegún, porque aunque las armas de Obregón se impusieron a las de Villa, un cañonero de éste hirió a Obregón, lo que causó la pérdida de su mano derecha; y asegún, porque Villa aunque derrotado siguió dando lata, ridiculizó al militar estadounidense Pershing (luego héroe de la Primera Guerra Mundial) y se mantuvo en el hit parade de la vida militar y política mexicana hasta su muerte por meterse donde no lo llamaban (en Cuando ¡Viva Villa! es la muerte, de Ismael Rodríguez, el periodista chismoso que le sacó una declaración inoportuna fue Mauricio Garcés; en la vida real fue otro espléndido escritor, José C. Valadés, pluma imprescindible para entender esa etapa) (Y es importante darle seguimiento a la pluma extraordinaria de Martín Luis Guzmán y a la de Nellie Campobello).
Hubiera sido bueno, para la ficción, que el cañonazo (de más de 50 mil pesos) se lo hubiera dado el protagonista español, pero ¿pasan ustedes a creer que Pérez-Reverte perdió esa oportunidad?
Hasta allí, las andanzas de Martín Garret Ortiz, un español en la Revolución; bueno, el ligue con una aristócrata mexicana, un encuentro sexual con la periodista gringa sin consecuencias ni para la trama ni para la vida de ellos (ni que fueran los años finales del siglo XX).
Pérez-Reverte toma algunos episodios de manera superficial, a otros les da más importancia, y ya, pero las consecuencias son graves….
El por lo regular muy bien documentado Pérez-Reverte comete algunos errores que hacen que el lector se detenga, y diga: psss, no fue todo así: veamos algunos ejemplos:
En algún momento un personaje le da un golpe a otro con la culata de una pistola; el escritor, periodista y académico bien pudo haber ojeado el Larousse Visual para enterarse que los revólveres tienen cachas y los rifles culatas (o bien pudo ojear el Corominas), habla de una ametralladora Winchester (¿para qué querían ametralladora si tenían rifles de repetición, gracias a lo cual los blancos ganaron el Oeste?), detalla algunas acciones bélicas cuya precisión no sólo es dudosa sino innecesaria, y además se salta los tiempos reales, que bien pudo haber pulido sólo con documentarse bien:
El encuentro erótico tiene lugar en plena Decena Trágica (diez días del golpe de Estado de Huerta), cuando la gente no podía moverse por el ahora Centro Histórico y en aquellos momentos la Ciudad de México (pasaje relatado con precisión y belleza literaria por Katz, Gilly, Dulles, Brading, Knight, Blanco Moheno, Silva Herzog, Krauze, Fernando Benítez, Pacheco), y no por impreciso lo hace más emotivo ni excitante; el protagonista tiene encuentros comerciales, románticos, estratégicos en un Sanborns que por aquel entonces era fuente de sodas y no restaurante (para hablar de restaurantes hubiera sido mejor el Sylvain, favorito de don Porfirio, y que tuvo descendencia en la actual colonia Roma, como Silvaincito y después en Polanco, donde se exterminó por la pandemia); sirven café y chocolate, pero en ese tiempo en México no se tomaba café americano, que fue el que le dio fama al Sanborns (léanse las crónicas de Salvador Novo de los años cuarenta y cincuenta), tiene una cita de trabajo en un restaurante de Chapultepec, cuyo único local de ese tipo se estrenó hasta los años sesenta, el muy caro y lujoso Restaurante del Lago, y fuera de ése no ha habido ni hay otro, aunque en las cercanías hay dos tres, casi todos también afectados por el COVID-19; más despuesito hace un recorrido por bares, centros nocturnos, cabarets, restaurantes y cantinas como el Negresco, el Cyro´s, el Ritz, pero que no eran de los años veinte (en uno de ellos le dan la noticia de la muerte de Villa), sino de los cincuenta. Tales anacronismos no son comunes en las por lo regular bien documentadas novelas de Pérez-Reverte.
Otras objeciones: las señoritas de 1914 no andaban solas, si pertenecían a la clase adinerada, ni por la calle como si nada; las periodistas estadounidenses tampoco podían andar como chivas locas sin la vigilancia de la embajada gringa, y menos si ésta tuvo mucha culpa en la asonada contra Madero; y la conducta sexual de esa periodista tampoco era tan disoluta, aunque una de sus entregas fuera para salvar la vida y el escaso dinero del ingeniero de minas que pretendía huir de la balacera en la ciudad de México, y más que balacera, los cañonazos desde la actualidad estación Balderas del Metro hasta atrasito de Palacio Nacional, el encuentro sexual de la periodista con un mecapalero todo grasiento, que acomete sin culpa ni huella ni sentimiento de asco o de rechazo; ni el propio ingeniero podría haber andado tranquilamente sin el azoro de las embajadas española y cubana, que pretendían cuidar a Madero y a sus seguidores. Tampoco el lenguaje era el de esos años, ni el punto de vista: todos parecen estar conscientes de la trascendencia de lo que estaba sucediendo, cuando todos los relatos, literarios, históricos o simples testimonios hablan de azoro, incredulidad y miedo ante la muerte del presidente Madero, según Pérez-Reverte sólo consecuencia de la rivalidad entre caudillos, y no por el malestar que mucha gente sentía por la timidez del mandatario y la influencia de su familia en el gobierno y en la vida social y económica de la nación; hay que recordar que una de las cosas que más molestaba a la gente entonces era lo que consideraban debilidad de Madero, incapaz de ver las ambiciones de los militares y de la gente común. Otro anacronismo asombroso: viste a los revolucionarios con pantalones Levi´s and Strauss, que, aunque ya existían en esa época, quienes los usaban eran los mineros de California.
Más azora que en toda la novela no se habla del cañonazo que dejó manco a Obregón, del triunfo de éste, ni de otros jefes militares del villismo, y lo maniqueo, algo inevitable cuando se habla de guerra, externa o interna; por allí se menciona unas cuantas veces a Luis Aguirre Benavides limitado a Aguirre, de la misma manera criminal en que Ismael Rodríguez lo minimiza en sus cintas como afeminado y sumiso (“Luisito”, le dice, como tratando de insinuar manumisión), cuando en realidad se le puso al brinco a Villa varias veces.
En fin, Pérez-Reverte, por lo regular muy eficaz narrador, quedó muy por debajo de su fuerza narrativa; lo único que hay que celebrarle es que siendo Miembro de Número de la Real Academia de la Lengua se abstenga de las nuevas normas que eliminan acentos imprescindibles y de otras barbaridades que afean el español actual. Da gusto esa rebeldía.
La última objeción: cuando algunos personajes dicen que andan en la Revolución, la define como “la bola”; todavía en los años cincuenta y sesenta los veteranos de la Revolución y los diarios y libros hablan de “la Bola”, cuantimás los personajes de esta novela que sucede entre 1911 y 1923, faltaba más. No le hubiera hecho daño leer a Francisco L. Urquizo y a Mariano Azuela, ambos grandes escritores pertenecientes a ejércitos de la Bola.
Arturo Pérez-Reverte, Revolución, 459 págs., Alfaguara, 2022 (España, pero hay edición mexicana).
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