Rescata FGEO a 2 perros en Puerto y detienen a uno por crueldad animal
GENIO Y FIGURA
No tuve que pensar mucho en el título de esta columna, porque el uso de la pirotecnia como juguetes mortales es uno de los más claros ejemplos de que la estupidez humana no tiene límites y cada vez lo compruebo más, porque hay vicios que afectan, únicamente, al que los tiene, por lo menos en una primera instancia, pero el caso de los fuegos artificiales llega a causar graves lesiones, sobre todo en los niños, llegando, en no pocas ocasiones, a costar vidas de inocentes.
Las cifras son frías pero contundentes, casi 500 personas pierden la vida al año por accidentes con pirotecnia en México y más de dos mil resultan heridas por el mismo motivo, principalmente por quemaduras, en muchas ocasiones con secuelas de por vida.
Sobre este punto, el jefe del Servicio de Cirugía Plástica y Reconstructiva del Hospital General de México “Dr. Eduardo Liceaga”, Juan Antonio Ugalde Vitelly, señala que el uso de cohetes y pirotecnia incrementa hasta 35 por ciento los accidentes, especialmente las quemaduras en niñas, niños y adolescentes.
Apunta el especialista que las infancias y adolescencias sufren quemaduras graves y extensas que pueden desarrollar dos tipos de secuelas: psicológica, que requiere apoyo especializado, tanto para la víctima como para su familia, y la anatómica o funcional, debido a la pérdida de movilidad o alguna función corporal por afección de las articulaciones.
Destaca Ugalde Vitelly que los accidentes provocados por productos pirotécnicos pueden generar quemaduras por fuego directo. Además del daño en la piel, los infantes pueden perder extremidades, como manos o dedos. En caso de que la explosión ocurra cerca del rostro, puede haber lesiones severas, desde quemaduras hasta la pérdida de la visión.
Lo cierto es que para muchas personas pudieran parecer sólo estadísticas, pero cuando estas estadísticas tienen nombre y rostro, a veces, sólo a veces, nos hacen reflexionar sobre el riego potencial de los juegos pirotécnicos:
Lo que no sabía Toño es que una de las llamadas “palomas” tenía pólvora de más, pero al arrojarla no explotó en un primer momento y ante la distracción de su tío fue por el fuego artificial para ver qué había pasado y terminó por estallarle en la mano derecha, perdiéndola en su totalidad, dejando sólo un muñón a la altura de su muñeca, truncando para siempre sus sueños de ser un futbolista famoso.
Con lo que no contó la niña fue con que, al contacto con su vestido, la pirotecnia encendió su ropaje que ardió en segundos, pegándosele a la piel en instantes, siendo todo tan rápido que nadie pudo reaccionar antes de que el fuego le causara quemaduras de tercer grado en más del 90 por ciento de su cuerpo.
Laura pasó las siguientes horas sufriendo de los más terribles dolores que puede soportar el ser humano, hasta que se le puso en coma inducido para poder tratarla, aunque ya no despertó porque un par de días después dejó de existir, justo el día que habría sido la ceremonia religiosa que tanto anhelaba.
Sé que estos casos reales, que son sólo algunos de los muchos que me ha tocado documentar durante mi carrera periodística, no van a evitar que sigan permitiendo la venta de pirotecnia, ni que padres inconscientes se la sigan comprando a sus hijos y, por consecuencia, los accidentes, todos evitables, se sigan registrando y cobren vidas de inocentes, pero, como me dijera, en una de sus últimas entrevistas que concedió, el maestro Juan José Arreola “no sé si sea un loco predicando en el desierto, pero seguiré haciéndolo” y así mismo continuaré poniendo mi “granito de arena” para advertir del mayor de los riesgos, el de la estupidez humana, esa que no tiene límites.