Convertir limitaciones de las MiPyMEs en ventajas
Ante tanta estulticia, sinrazón, y frivolidad en algunos gobiernos, la tormenta económica que en unas horas enfrentaremos por las acciones invasivas y represoras del imperio, los índices de criminalidad, feminicidios, secuestros, desapariciones, represiones así como ver cómo se nos está yendo de las manos nuestro Oaxaca querido, he decidido en una de mis colaboraciones semanales dedicarle un respiro al ánimo recordando personas, situaciones, anécdotas y alguna que otra historia del imaginario personal para compartirlas con los generosos lectores, airear el alma y darle sorbitos de vida a la esperanza. Los recuerdos que persisten como aire fresco porque de los adversos para qué traerlos al presente si ya bastante influyeron en momentos aciagos, tristes y de dolor cuando alguien amado se adelantó de esta vida, se sufrió algún percance, se fue para no volver algún amor fugaz o alguien defraudó la confianza, la hermandad o el acompañamiento de vida.
Ahora que los ingresos alcanzan para poco de los indispensable sin dejar con denuedo de picar piedra para complementarlos, vino a mi mente el recuerdo de un personaje de mi añorado San Jerónimo que llegó si mal no registro de algún lugar de Veracruz para asentarse en un bario junto al río de las nutrias llamado entonces el barrio tepache y en donde este personaje se dedicaba a oficios variados destacando los llamados de radiotecnia a los que cuando se le requería acudía en una bicicleta perfectamente adecuada a las carreras aunque era característico su andar rengueando y sus inolvidables crónicas en el mismo campo de futbol los domingos en que daba rienda suelta a su pasión de ser el “Ángel Fernández” de Ixtepec con un equipo de sonido que llegaba hasta las casas que rodeaban al campo con precisión y fuerza. Cuando el juego estaba más aburrido que un discurso justificador de gobernante en turno, entre los asistentes no faltaba el que a grito pelón le espetaba: ¡Paredes cuando me pagas lo que me debes hijo de tu…! porque era otra de sus mejores característica pedir prestado de manera consuetudinaria y en el más completo desparpajo contestaba ante la celebración de los asistentes por su descaro: ¡Nada más que me enderece hermano!
Negrete fue un empleado del viejo cine Mabel, uno de los cuatro que tuvo mi pueblo en sus épocas doradas y de auge económico que Juchitán con la carretera panamericana desplazó y que según las versiones más predominantes era de Perú y se distinguía por su bemba, color de piel obscura, su hablar bastante distinto de la paisanada y sobre todo unos gruesos lentes obscuros que la gente en voz baja decía que ocultaba su ceguera porque de tanto calentarlos con los proyectores que se alimentaban con fuego, abusó de echarse agua constantemente ante el ardor y el calor inclemente tan propio del Istmo Oaxaqueño. No le faltaba estar rodeado de adolescentes y de la chamacada para escuchar sus anécdotas, aventuras y sobre todo los chistes que contaba para inequívocamente terminar tomado su caja de sonidos tan característica del Perú y que nos motivó a construir la nuestra, enfundarnos en su inseparable gorra y calzarnos una imitación de sus lentes oscuros en nuestros juegos infantiles de barrio.
Gildo fue otro de los personajes de mi añorado San Antonio que durante seis días a la semana era el cargador de los pollos destazados que doña Enedina vendía en le mercado público de la Estación que era y sigue siendo el corazón comercial del Pueblo que surgió después de la operación del ferrocarril dejando en una opción mínima a los servicios municipales, la iglesia católica y un pequeño mercado en lo que se conoce como el “centro”, porque la población que se avecindó por lo que fue el servicio de transporte más moderno entonces, se aposentó junto a los servicios elementales y de disfrute colectivo en esa parte de la población que se conformó de Zaaes, zapotecos, de otros pueblos del Istmo y sobre todo de personas venidas allende los mares de lugares como Irak, Líbano, Alemania, Japón, China, y España. Su andar era penoso, cojeaba y alcanzaba a balbucear palabras para nosotros casi ininteligibles, semi vestido con ropas harapientas, cubiertas de sangre de pollo y que usaba todos los seis días con que delataba su presencia a cuadras de distancia por su característico e inconfundible olor. Sin embargo todo ello quedaba atrás los domingos cuando aparecía ante nuestra estupefacción el otro Gildo que traía ropa limpia si no es que nueva, embriagado con cerveza, hablando bastante claro y en su esquina favorita nos deleitaba con evoluciones marciales con lo que los maloras le impusieron el apodo de Gildo perro de agua y que ante los jalones de los niños contestaba con dulces y sonrisas por doquier que me recuerda también a Narciso el mocho de Silvio que “contestaba piedras a sus muchachos: Para ti carta Oro y caramelos para tus nosotros”
Gerardo Garfias Ruiz