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Mucho se ha escrito sobre el intelectual y su compromiso político. Los debates han sido apasionantes y algunos de ellos memorables, como el sostenido entre Jean-Paul Sartre y Albert Camus a mediados del siglo pasado. Quizá nadie encarnó mejor las tensiones de los dilemas ahí planteados que Mario Vargas Llosa.
Sartre reivindicaba la incidencia directa e inmediata de la literatura en la disputa política. Sostenía que el escritor debía ser agente activo e influyente del cambio social y, por lo mismo, dicha pulsión revolucionaria debía expresarse nítidamente en sus obras. Camus, por el contrario, reconocía el valor en sí de la creación literaria y su valor más allá de la coyuntura, la circunstancia e incluso la época del autor. Vargas Llosa coincidía en esto con el argelino y, sin embargo, sus novelas históricas transpiran convicciones políticas, aunque, ciertamente, sin ser militantes, sin ser moralizantes y sin renunciar a la complejidad de la trama ni a la profundidad y sutileza de sus personajes.
Hay una potente vena antiautoritaria en Vargas Llosa. Podemos ver en Conversación en La Catedral su ajuste de cuentas con la dictadura del general Manuel Odría que padeció en la adolescencia; en La Fiesta del chivo, el despotismo absolutista del dictador Rafael Leónidas Trujillo; en Tiempos Recios, el infame golpe de Estado contra Jacobo Árbenz, auspiciado por Estados Unidos; en El sueño del celta,la brutalidad británica en el Congo y la trágica historia de Roger Casement, diplomático de ese imperio que conspiró por la independencia de su natal Irlanda y ayudó a los nativos del Amazonas. Mención especial merece La guerra del fin del mundo: un líder religioso en Brasil promueve el separatismo para vivir con sus creyentes una distopía escatológica contraria al laicismo que considera satánico; mesianismo y fanatismo de hondas raíces en Latinoamérica que pervive transmutado en populismo. Por supuesto, sus novelas son eso y mucho más que eso.
Pero el escritor no se limitó a sacudirnos con su narrativa y portentosa imaginación, esas “mentiras verdaderas” que acaban trascendiendo el presente y sus motivaciones. Ni siquiera con ensayos en los que tenía más libertad para plasmar sus ideas políticas, lo mismo que con participaciones en conferencias y coloquios, como aquella en la que sentenció al priato como “dictadura perfecta”. Se convirtió en candidato a la presidencia del Perú y fue vencido por el pánico del status quo que acabó respaldando al entonces desconocido Alberto Fujimori. Quizá eso salvó al novelista y su postrera obra, al grado de ganar el Nobel, pero fue una decisión infausta para ese país y la región.
A pesar de su admiración por Sartre, en un momento decisorio de su biografía le dio la razón en otra parte del citado debate a Camus. Éste no estaba de acuerdo en ignorar los crímenes de Stalin en razón de la causa por más apremiante que fuera y acuño la frase “los medios justifican el fin”. Sería muy difícil que Vargas Llosa no estuviera pensando en ello cuando se distanció de la Revolución Cubana en 1971 por el caso de Heberto Padilla, poeta al que obligaron a humillarse en una retractación con tufo a los tristemente célebres Procesos de Moscú. Como todo rompimiento fue un proceso y el suyo culminó en el liberalismo, el cual abrazó, paradójicamente, con pasión dogmática.
Después de la osadía de su candidatura, impulsar causas y defenderlas con vehemencia parece consecuencia lógica. Así enfrentó nacionalismos y dictaduras populistas. Su columna en El País, lúcida trinchera de debate ideológico, se volvió obligada. Pero de las aguas de la política nadie sale indemne.
Así hayan sido en segundas vueltas, donde a veces hay que optar por el “mal menor”, Vargas Llosa tomó algunas decisiones que contradijeron sus convicciones liberales, tales como respaldar a Kast, Bolsonaro y Milei. Le debió costar mucho trabajo llamar a votar por Keiko Fujimori, pero ahí la historia lo absolvió con un hecho digno de sus novelas: Pedro Castillo terminó en la cárcel por intentar dar un golpe de Estado, replicando el fujimorazo. De cualquier manera, ningún yerro político podrá ensombrecer sus letras que perdurarán hasta la eternidad.