Padre Marcelo Pérez: sacerdote indígena, luchador y defensor del pueblo
MÉXICO, DF, 19 de diciembre de 2015.- Hemos navegado a lo largo de la historia con miedos que nos han habitado y constituido durante siglos. Los miedos, “esa perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”, nos han ayudado a sobrevivir: la anticipación de alguna experiencia imaginada crea una sensación de ansiedad y nuestro cuerpo reacciona para defenderse ante un conjunto de señales que interpreta como temerosas.
El ser humano ha aprendido a lo largo de la historia a adaptarse a las situaciones de emergencia. Y lo ha hecho con reacciones corporales inespecificas que movilizan las reservas energéticas necesarias para afrontar el peligro. Eso ha sucedido así hasta hace poco tiempo, pero en la actualidad ya no nos mantenemos en estado de hipervigilancia.
Según el neurólogo Sapolsky, ahora nos contaminan las preocupaciones que tienen que ver con las relaciones sociales: temores complejos pero indefinidos que buscamos anticipar y que nos pueden conducir a la paranoia.
Zygmunt Bauman habla del miedo líquido, que se disfraza de varias formas en la sociedad actual, usando siempre como telón de fondo el mismo temor inconcreto, difundido a veces por los medios de comunicación, y haciendo que nos alarmemos por motivos irrelevantes.
Frente al miedo que nos impulsa hacia la huida en contextos amenazantes, los miedos actuales se hacen más profundos al aparecer dispersos. Creíamos que era posible dejar atrás los temores que dominaron la vida social del pasado. Pero eso no se ha conseguido. Incluso ha empeorado, al ser posible percibir otros tipos de miedo intangibles, sin base real que nacen de la propia sociedad: dudas, incertidumbres, ignorancias y ansiedades sobre las que se sustenta gran parte de nuestros actos sin apenas darnos cuenta.
Bauman considera que la modernidad (liquida) es la responsable del estado continúo de temor. La sociedad liquida de consumidores se caracteriza por una estrategia que consiste en marginar y menospreciar todo lo que tiene una larga duración. Se olvida la preocupación por lo eterno y pasamos de lo duradero a lo transitorio. La muerte pierde su carácter tremendo y trágico, pero aumenta su potencia de destrucción y se banaliza en un ensayo rutinario en el que se muere todos los días y que se traduce en el miedo a ser excluido, al quiebre de la relación, a ser dejado o abandonado. Y las relaciones humanas se convierten en lugares prolíficos de ansiedad agravada por la búsqueda constante de nuevos vínculos superficiales. Una de las angustias que aqueja a los jóvenes hoy es la abundancia de ofertas y la libertad del mercado de consumo, que nos lleva a temer una mala decisión.
El gran deseo, oculto o manifiesto, es vivir felices, hasta tal punto la Asamblea General de la ONU, proclamó el 20 de marzo como el Día Internacional de la Felicidad. Un año más tarde se publicó su primer informe mundial sobre el tema, en el que se destacaba su interés porque “existe una creciente demanda internacional para que las políticas públicas estén más cerca de lo que les preocupa a la gente”.
Existen índices y escalas de felicidad mundial realizados por diferentes organismos que ordenan de mayor a menor los países que según ciertos parámetros o variables son los más felices. Sin embargo, hay quienes como Timothy Sharp, jefe del Instituto de la Felicidad de Australia, afirman que se puede enseñar a alguien a ser feliz. Y recuerda seis claves para motivar a la gente: Claridad en relación a los objetivos, tener una vida saludable, tener un pensamiento realista pero optimista, centrarse en las fortalezas de uno y no en las debilidades, saber disfrutar del momento y mantener buenas relaciones sociales. Los sueños de la gente corriente se convierten en deseos de vivir felices y muchos lo logran. La gente se mueve al ritmo del sufrimiento superado o de la felicidad alcanzada, que en el fondo es lo mismo.