Diferencias entre un estúpido y un idiota
Oaxaca, Oax., 19 de marzo 2011 (Quadratín).- Todos los días, con pocas excepciones, se nos receta un discurso sobre los ingentes esfuerzos del gobierno para garantizar la seguridad y la tranquilidad de los ciudadanos; igual se nos recuerda el combate frontal y sin cuartel contra del narcotráfico y el crimen organizado en general, buscando conquistar la aprobación general para esa lucha que tantos recursos materiales, dinero y vidas humanas nos está costando a los mexicanos. Todo eso, dicho así, no puede merecer más que el aplauso del hombre de vivir honesto y respetuoso de la ley. Sin embargo, decir que ya es hora de que todo eso se cumpla, es quedarse corto. La verdad es que hace mucho que esa hora llegó y pasó; que ya se nos hizo tarde repitiendo, un día sí y otro también, las trilladas formulitas de llegaremos hasta las últimas consecuencias, caiga quien caiga, no nos temblará la mano para aplicar la ley y otras por el estilo, mientras en los hechos el crimen florece como nunca, la prevaricación, el peculado, el uso tendencioso del derecho para reprimir a los débiles e inconformes, los abusos de poder, etc. están a la orden de día. A veces da la sensación de que esas pulidas y alambicadas frases están pensadas y dirigidas, más bien, contra quienes se niegan a aceptar sumisamente el evangelio oficial de la prosperidad compartida y de la grandeza de México frente a sus problemas, y salen a protestar a la calle reclamando sus derechos básicos y una elemental pero tangible justicia social. Baste recordar el dato oficial de que más del 95% de los delitos cometidos en el país quedan impunes.
En una colaboración reciente me permití recordar, a propósito de las declaraciones de un alto e inteligente funcionario relacionado con la seguridad pública, que allí están los crímenes cometidos contra los indígenas de Yosoñama, Oaxaca, cometidos por un puñado de delincuentes, amafiados y fuertemente armados, que se oculta tras la gente buena de Mixtepec para cometer sus fechorías y sacar adelante sus muy oscuros intereses: 39 indígenas secuestrados por más de dos meses; 4 asesinados a mansalva, el cadáver del último de los cuales permanece secuestrado hasta hoy por sus asesinos; el brutal asesinato del líder antorchista Miguel Cruz José, perpetrado el 24 de diciembre pasado, sin contar el alto número de heridos, varios de ellos baldados para el resto de su vida. Tales crímenes, dije y repito, siguen esperando que se cumpla la promesa de que no quedará un solo delincuente sin castigo. Ahora, obligado por las circunstancias, vuelvo al tema. El día primero de junio de 2006, justo en vísperas de la elección que llevó al poder de la nación al Lic. Felipe Calderón, fue asaltado mi domicilio por un comando fuertemente armado y a plena luz del día (las dos de la tarde). Allí fue asesinado, a sangre fría y sin ninguna razón visible, el joven indígena huasteco Jorge Obispo Hernández. La naturaleza política del crimen fue suficientemente documentada, por nosotros y por la investigación policiaca respectiva, y la identidad de los autores intelectuales era más que obvia, a pesar de lo cual, igual que en Yosoñama, la justicia no se ve por ningún lado. El año pasado, como se denunció en su momento, una caravana de indígenas antorchistas oriundos del municipio huasteco de Tlanchinol, Hidalgo, que se dirigía al Distrito Federal para demandar atención y justicia al gobierno federal, fue embestida intencionalmente por un camión urbano, vacío y fuera de ruta y de horario, con el saldo de un muerto, el indígena Pablo Hernández Medina, y varios heridos. La intención política de la agresión y los autores intelectuales de la misma están a la vista de todos, pero el crimen sigue impune.
Hace unos días, en este mismo espacio, denuncié el asalto nocturno al domicilio de Guadalupe Orona Urías, dirigente del antorchismo hidalguense, así como los mensajes soeces al celular de Evelia Bautista, líder antorchista de Tlanchinol, que culminan siempre con una amenaza directa a su vida. Ninguno de ambos hechos puede cargarse al crimen organizado, su naturaleza política es evidente, y la inacción absoluta de la autoridad competente dice a las claras de dónde proceden ambas agresiones.
Hoy denuncio un eslabón más de esta cadena. El viernes, 11 de marzo, a las ocho de la noche, doce sujetos, pertrechados con armas largas, asaltó un modesto negocio de abarrotes del antorchismo hidalguense en Pachuca. La camioneta de lujo que esperó a los asaltantes lista para huir, el exagerado número de los asaltantes, la vestimenta y apariencia general de los mismos, la hora escogida (la de mayor afluencia de clientes) y el monto de lo robado (6 mil pesos), prueban que no era el dinero el móvil del operativo, sino aterrorizar a la clientela (mayoritariamente antorchista) y a sus líderes principales, para obligarlos a renunciar a su lucha tenaz por las demandas de la gente necesitada. Todo esto no agota, por supuesto, la feroz y encarnizada persecución que, desde siempre, ha soportado el antorchismo nacional (por ahí vienen Veracruz, San Luis Potosí, Puebla, Tabasco y otros, de que me ocuparé en próximas entregas); mi relato busca, más bien, evidenciar el nuevo perfil que dicha campaña comienza a adquirir. En efecto, parece que nuestros detractores (oficiales y oficiosos) permanentes, convencidos quizá de que la guerra mediática de lodo y excremento librada hasta hoy no basta para detenernos, han optado por la acción directa: asaltos, robos y asesinatos selectivos. En una palabra, terrorismo fascistoide instrumentado desde el poder mismo. De ahí nuestra conclusión: nos hallamos ante un peligroso doble juego perverso de los gobiernos panistas que, por un lado, en el discurso, declaran una guerra sin cuartel al crimen organizado y a la impunidad, y, por el otro lado y en los hechos, desatan la misma violencia y la misma impunidad contra ciudadanos, inermes pero insumisos, para acallar sus demandas y protestas. ¿A dónde quieren llevar al país?