![](https://oaxaca.quadratin.com.mx/www/wp-content/uploads/2025/02/mtrotakeda1-107x70.jpg)
Inauguran en el Macco la exposición Takeda 90 años
MÉXICO, DF, 16 de mayo de 2015.- Camino a la región más transparente, es un texto hasta ahora inédito del escritor Carlos Fuentes, quien este 15 de mayo cumplió 3 años de haber fallecido.
La amplia obra del escritor, nacido el 11 de noviembre de 1928 en Panamá y que llegó a México a los 16 años de edad, incluye novela, ensayo, cuento, teatro y guión cinematográfico, escrita a partir de nuevas formas literarias que le dieron connotación universal y lo convirtieron en una de las principales figuras de las letras no sólo mexicanas sino hispanoamericanas.
El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México creó en julio de 2012, en honor al escritor, el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en el Idioma Español.
En Camino a la región más transparente, que escribió poco antes de morir, Carlos Fuentes visita los años de su juventud en una ciudad de México despreocupada, nocturna, excesiva, incesantemente electrificada por la oferta de sus calles, sus marquesinas, sus regiones oscuras.
Es la ciudad en la que el joven aspirante a escritor se sumergirá desaforadamente para merecerla, y de la que habrá de emerger, hastiado, para acometer otra tarea: escribirla.
A continuación un texto de la obra del escritor publicada en la más reciente edición de la revista Nexos:
La entrada anual a México por el norte era, primero, un contraste. Quedaba atrás un país moderno, ordenado, previsible. Entrábamos a un país antiguo, desordenado, imprevisible. Las señas de identidad, sin embargo, parecían desaparecer en la frontera. Poco a poco, el cacto era el habitante solitario del paisaje. Redondos como barriles, altos como centinelas, viejos como el sagrario, guardianes del agua escasa del desierto, cedían su espacio, en Monterrey, a las torres de una incipiente industria vigilada por el cerro de La Silla, más alto que el vecino cañón de la Huasteca, pero no que la ruta encaramada, tortuosa, que mi madre libraba, con admirable pericia, al volante del entonces flamante Buick de cuatro puertas. Tanta pericia que mi hermana y yo, en el asiento de atrás, apenas nos dábamos cuenta de las curvas y precipicios que nos amenazaban entre Ciudad Victoria y Ciudad Valles, al entrar, poco a poco, a otro mundo donde las minas eran invisibles, pero no sus ciudades, cada vez más opulentas: las grandes plazas de San Luis Potosí, la Real Caja y sus burros cargados de plata; la maravillosa Zacatecas, acaso, con Oaxaca, la más bella ciudad de México, con edificios de un delirio churrigueresco.
Tan ajeno como enemigo de la simplicidad que yo dejaba atrás cada verano, internándome en el alma central de México: la provincia de Guanajuato, sus plazas de laureles, sus teatros decimonónicos, sus callejones besucones, sus estudiantes en la Plaza de los Ángeles, su balconería suspendida, sus momias frescas, su cofre de oro y plata en la Valenciana. Éste sí que era otro país, otro México para mis ojos asombrados de niño. Sabía que desde aquí, desde Guanajuato, surgió la revolución de Independencia en 1810; sabía de sus curas letrados y sus mujeres fogosas y sus abogados patriotas. Aún no entendía que Guanajuato era, en cierto modo, el centro de México. Los hombres severos, un tanto lejanos, seriamente comprometidos, pero distantes, daban su tono a la política de mi país. Para mi literatura por escribir, daba, también, mujeres “morenitas, locas o muertas”, según López Velarde. Otros tipos humanos, más vulgares algunos, más refinados otros, darían la pintura cabal de mi país. Pero en el centro, el perfil de Guanajuato —su oratoria, su discreción, su disimulo, acaso su encanto— sería el alma secreta de México.
Sin embargo, lo llamativo era la persistencia del mundo agrario —la mayoría de los quince millones de mexicanos que sobrevivieron a la Revolución y ahora los veinte millones de mi infancia, que vivían en el campo. Y “vivir” era un decir, pues la tierra no era pródiga, México no era la Argentina llana y regada y rica. México era un puño cerrado de espinas. Sacarle frutos a este país en forma de cornucopia sería un milagro.