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OAXACA, Oax. 27 de febrero de 2014 (Quadratín).- La evaluación en frío del crimen organizado a partir del arresto de Joaquín El Chapo Guzmán podría consolidar una imagen no mítica de los capos y los cárteles: aún no se ha dado una articulación de una estructura de poder criminal-poder político.
El narcotráfico podrá corromper funcionarios, políticos, empresarios, banqueros y uniformados, pero sin llegar a construir una nueva estructura de poder. El Chapo ha sido un jefe narco, un criminal, un hombre dominado por las pasiones terrenales, un arrogante y un confundido que el dinero lo puede todo.
La carrera criminal de El Chapo tiene más de aventurerismo y leyenda medieval que de realidad. Cuando fue arrestado en 1993, apenas estaba consolidándose en el imperio que antes controlaba Miguel Félix Gallardo, El Padrino. De 1993 a 2001 fue conocido por su capacidad de corrupción de los dos penales donde estuvo preso, hasta su fuga comprada.
La fama viene de ya fugado, de 2001 al 2014, mucho alimentado por los medios que hablaban de pactos secretos con el poder y de un reparto institucional de territorios criminales, de usar a unos contra otros, y de sobornos para traficar droga. Al final, El Chapo no supo administrar su poder ni supo manejar su organización criminal-empresarial y fue tragado por el inmediatismo.
La guerra entre criminales que aportó el 95% de los muertos en el sexenio pasado contribuyó a alimentar las pasiones analíticas. Las víctimas organizadas por el poeta Javier Sicilia también pusieron su grano de arena al cuestionar al Estado y a la autoridad pero sin tocar con el pétalo de alguna exigencia judicial a los narcos; el padre Alejandro Solalinde perdonó a Los Zetas y se refirió al “hermano Zeta” y Sicilia, en sus retrueques poéticos en prosa judicial, colocó a los capos –entre ellos a El Chapo– como víctimas del horroroso Estado. El acoso de Sicilia a la autoridad no sólo bloqueó la función de seguridad del Estado sino que contribuyó a beneficiar a los cárteles.
Las leyendas en torno a El Chapo contribuyeron a fortalecer el mito: que si vivía en Durango, que si estuvo a punto de una acción contra la entonces secretaria estadunidense de Estado Hillary Clinton en Baja California, que si llegaba a restaurantes a cenar y pagaba la cuenta de todos a cambio de resguardar los celulares, que si el don de la ubicuidad.
Lo cierto es que El Chapo, como en todo cártel, tenía que atender personalmente el negocio de la droga, supervisar la compra de protección y no perder de vista a los enemigos. Y ahí estaba su principal debilidad: el negocio de la droga es familiar y personal, no corporativo. Y a diferencia del colombiano Pablo Escobar, El Chapo carecía de interés para construir relaciones de poder. Al final, las élites del narcocrimen organizado fueron del mismo corte de El Chapo: hoscos, sin cultura, sin sensibilidad, sin experiencia política. Por eso han ido cayendo uno a uno.
El arresto de El Chapo, el espacio corto de Ismael El Mayo Zambada y las traiciones de Juan José Esparragoza El Azul están llevando a un relevo generacional y escalafonario de los cárteles, pero ya sin la aureola de los grandes capos, con espacios reducidos para comprar servicios de policías, jueces y funcionarios de seguridad y con la opinión pública exigiendo la recuperación de territorios ocupados por los cárteles.
Así, El Chapo podría ser el último narco de la vieja guardia de criminales.
Y desde la cárcel ya no podrá operar el trasiego de droga. De ahí que el mundo del narco puede entrar en otra zona de violencia para repartirse el imperio perdido con reflujo de cifras de criminalidad. En todo caso, la atención se moverá ahora hacia las bandas de secuestradores, extorsionadores, tratantes de blancas, prostitución y tráfico de personas.
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@carlosramirezh