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¿En busca de pareja? Así operan los estafadores en apps de citas
MÉXICO, DF. 27 de abril de 2014 (Quadratín).- El PRD y Cárdenas no supieron leer la circunstancia histórica del país. Al contrario, la derrota perredista del 2000 en la presidencial y la victoria de López Obrador en la jefatura de gobierno del DF profundizaron el choque de liderazgos y el PRD se partió en dos mitades y cada una se fracturó en pequeños pedazos irreconciliables porque el poder mezquino no conoce de consensos, acuerdos o enfoques estratégicos. Del 2000 en adelante el PRD quedó al garete ideológico y se convirtió en una plaza sólo para el control de la franquicia:
La crisis en la elección de dirigentes mostró, en toda su dimensión, el fin del partido histórico de la izquierda y su transformación en una burocracia en busca de posiciones de poder:
*El interinato de Pablo Gómez Álvarez en 1999 para tapar una elección interna llena de irregularidades y fraudes entre perredistas.
*La cuestionada gestión de Amalia García y los beneficios sólo para su grupo, el Foro Sol.
*La polémica gestión de Rosario Robles y la lucha contra ella como una forma de echar del PRD al cardenismo.
*El interinato de Leonel Godoy para terminar el periodo de Robles.
*La gestión de Leonel Cota Montaño 2003-2005 como una de las más carentes de sentido político e ideológico.
*Las nuevas dificultades para elegir líderes y el interinato en el 2008 de Graco Ramírez y Raymundo Cárdenas mientras se lograban los pactos secretos entre las tribus para repartirse los espacios de poder.
*El interinato en el 2008 de Guadalupe Acosta Naranjo.
Y los dos periodos de Los Chuchos, Jesús Ortega Martínez (2008-2011) y Jesús Zambrano (2011-2014) como los controladores absolutos de las posiciones dentro del partido y en el reparto de candidaturas a cargos de elección popular.
En ese periodo posterior al 2000 se dio la otra gran ruptura en el PRD: López Obrador pidió el control absoluto del partido, Los Chuchos se lo negaron y el tabasqueño convocó a fundar su propio partido, contribuyendo a una de las fracturas más importantes del sector autodenominado de izquierda. En el segundo decenio del siglo XXI el PRD apareció dividido, con liderazgos irreconciliables y sin un proyecto ideológico. En la defensa de la industria petrolera nacional, por ejemplo, Cárdenas, López Obrador, el PRD y Ebrard han aparecido cada quien por su lado, sin una estrategia coherente, divididos inclusive en las votaciones legislativas, aunque paradójicamente con el mismo objetivo de revertir las reformas constitucionales promovidas y ganadas por el PRI.
Lo más grave ha sido la crisis ideológica en el amplio espectro de centro-ultraizquierda. La carencia de un liderazgo formal y real con capacidad de convocatoria ha contribuido a las subdivisiones operativas y programáticas. La vieja broma de José Revueltas ha sido el lastre de la izquierda: en una reunión de tres comunistas habrá siempre cinco grupos. Si se buscara una razón específica, sin duda que se localizaría en las posiciones de poder: la vieja izquierda –en sus corrientes socialista, comunista y sindicalista– operaba más como factor de organización proletaria y presión política, que en busca de cargos públicos: Cárdenas fue tres ocasiones candidato a la presidencia y una a la jefatura de gobierno del DF, López Obrador fue dos veces candidato a gobernador de Tabasco, candidato al gobierno del DF y dos veces a la presidencia, Ebrard compitió dos veces por la jefatura de gobierno, ganó una que le delegó López Obrador y quiso ser candidato a la presidencia en el 2012 pero no pudo con la sombra del caudillo de López Obrador. La candidatura presidencial del sector neopopulista para el 2018 ya generó indicios: López Obrador creó su propio partido, Los Chuchos perredistas andan en busca de candidato, Ebrard se quedó aislado y sin partido, Cárdenas se niega a señalar a un heredero.
El trasfondo de la lucha elitista en el amplio sector centro-ultraizquierda radica en cuando menos tres puntos negativos:
*La ausencia de un liderazgo político.
*La carencia de un partido dominante en ese sector.
*Y la inexistencia de un proyecto ideológico de izquierda.
El cardenismo ha aparecido como estrella fugaz en las luchas de la izquierda de 1958 a la fecha. El simbolismo de Lázaro Cárdenas se ha reducido a la expropiación petrolera y ahí el PRI modernizador asentó la derrota final a ese cardenismo que nunca se atrevió a decir su nombre.
Ni Cuauhtémoc Cárdenas, ni el PRD, ni López Obrador, ni Marcelo Ebrard, los cuatro espacios que quieren reivindicar la figura del general Lázaro Cárdenas para revertir la reforma energética, hicieron algo estructurado a favor de del cardenismo. Peor aún, la reforma energética venía en el paquete establecido en el Pacto por México que firmó el PRD. Lo de menos es suponer que el perredismo y el neocardenismo no se esperaban las modificaciones constitucionales, aunque esa ingenuidad no es digna de políticos avezados que han fracasado en detener reformas estructurales anteriores.
El cardenismo en México en realidad no existió como movimiento político e ideológico, ni como espacio de defensa de la política petrolera, ni como organización política real dentro del PRD. Cuauhtémoc Cárdenas saltó a la defensa de la memoria de su padre cuando el presidente Peña Nieto envió la iniciativa de reforma energética; los neocardenistas en realidad vieron en la oposición a esa iniciativa una forma de confrontar al gobierno priísta; la argumentación a favor de la expropiación cardenista careció de fondo político, de proyecto de desarrollo y de coherencia histórica, sobre todo por el agotamiento hace tiempo del impulso histórico de la Revolución Mexicana.
En el fondo, el cardenismo ha quedado en una nostalgia. El PRD entró tardíamente en defensa de la memoria petrolera del general Cárdenas y lo hizo sin una propuesta real alternativa; la tarea de Cuauhtémoc, el PRD, López Obrador y un Ebrard buscando posicionarse en un espacio político mayor se ha centrado en lo imposible: revertir la reforma ya aprobada por la mayoría calificada en el Congreso federal, por la mayorías de los congresos estatales y promulgada legalmente por el presidente Peña Nieto publicándola en el Diario Oficial de la Federación. La consulta carece de estructura legal.
Lo malo es que la apatía histórica del neocardenismo, el olvido del proyecto nacional cardenista, la defensa del petróleo ante una decisión legal, la lucha por una consulta que será un callejón sin salida y el sentimentalismo por una decisión tomada hace setenta y cinco años ofrecen la imagen de un cardenismo desarticulado, flojo, sin ideas coherentes e integradoras. El problema fue que la decisión expropiadora de 1938 quedó en manos del PRI sin que existiera un movimiento cardenista estructurado e ideológico ni tampoco aterrizado en un proyecto nacional de desarrollo. Al final, Lázaro Cárdenas y el llamado cardenismo quedó como un punto de referencia histórico en el ámbito académico. El “Parte de novedades” que redactó el historiador Lorenzo Meyer –autor de libros sobre el nacionalismo petrolero y la Revolución Mexicana– pareció en 1990 más un réquiem por el general Cárdenas, por su proyecto y por el llamado cardenismo que una convocatoria a rescatar el simbolismo cardenista sobre el petróleo.
¿Dónde estuvieron los cardenistas durante el periodo conservador 1940-1970? ¿Dónde estuvieron los cardenistas durante el auge petrolero 1978-1981? ¿Por qué no obligaron al presidente López Portillo a definir un proyecto político alrededor del petróleo en esa etapa de lucha por la defensa de los precios internacionales del crudo que se dio en el seno de los países árabes de la Organización de Países Exportadores de Petróleo? ¿Dónde estuvieron los cardenistas cuando el sistema político se engulló a Pemex y lo usó durante los años de dominación sindical de La Quina Hernández Galicia y luego lo desechó con un golpe brutal en 1989 sin que plantearan la reivindicación del petróleo? ¿Dónde estuvieron los cardenistas en los años en que Pemex fue víctima del saqueo por contratistas? ¿Dónde estuvieron algunos cardenistas que operaron como contratistas de Pemex en lugar de defender el acto político expropiatorio?
En los hechos, los cardenistas se quedaron sólo con el simbolismo del acto expropiatorio, mientras el sistema político utilizaba a su antojo el petróleo y a Pemex. Al final, Lázaro Cárdenas quedó como un general sin tropas o como escribió Revueltas en 1958: “los cardenistas, esa Iglesia sin Papa”.
8.- Hacia un nuevo consenso nacional.
Referido al PRI se puede parafrasear lo dicho por Fidel Velázquez: la Revolución Mexicana no es inmortal sino inmorible. Casi desde su estallamiento se ha decretado su muerte, pero sigue muy campante. En 1943 Jesús Silva Herzog, colaborador del general Lázaro Cárdenas y corredactor del decreto de expropiación petrolera, quizá encontró el concepto definitivo para justipreciar a la Revolución: es un “hecho histórico”: aquí está, luego de que Carlos Salinas de Gortari la enterrara en el patio trasero del PRI en marzo de 1992, medio la reviviera Luis Donaldo Colosio como candidato presidencial en su mítico discurso del 6 de marzo de 1994, trató de darle respiración artificial ya en la oposición y de plano en noviembre de 2013 se liquidó el desfile conmemorativo del 20 de noviembre.
La Revolución Mexicana tuvo tres etapas:
*1906-1910: organización de la oposición y definición de planes políticos para convocar al alzamiento contra Díaz.
*1910-1992: centralidad en el discurso y decisiones del Estado y de la clase política gobernante, a través del PRI.
*1992-2013: en tres fases: de la exclusión en el PRI en 1992 a la pérdida de la presidencia de la república en el 2000, los dos sexenios panistas 2000-2012 y el regreso del PRI a la presidencia en 2012.
¿Qué ha sido la Revolución Mexicana en estos ciento siete años de existencia? Todo y nada:
*Historia.
* Discurso dominante.
*Coartada-justificación.
*Cohesión interna.
*Sistema político.
*Proyecto nacional constitucional.
Como clase dominante, la Revolución Mexicana fue la esencia del proyecto nacional mayoritario cristalizado en tres pivotes fundamentales:
*Modelo de desarrollo social.
*Sistema político priísta.
*Pacto constitucional consolidado en el Estado.
¿En dónde cristalizó y se consolidó la Revolución Mexicana? Hubo, entre traiciones y olvidos, dos fases claves y decisivas que mostraron que la Revolución podría ser un proyecto de nación coherente:
*La Constitución de 1917.
*El proyecto político de Lázaro Cárdenas.
¿Qué ocurrió? Para su propia fortuna, la Revolución Mexicana no fue un movimiento inflexible, único, impuesto, y por eso no corrió con las suertes de la Revolución Rusa, de la china de Mao, de la cubana de Fidel Castro, todas ellas desfondándose por el autoritarismo político y la exclusión democrática. La Revolución Mexicana fue un discurso, un imaginario colectivo y un hecho histórico que se centró en un tema central: el bienestar social; y si bien la revolución se inició con las protestas por la falta de democracia electoral y las reelecciones de Porfirio Díaz, fue hasta 1996 en que el último gobierno priísta de la primera era decidió hacer la verdadera reforma electoral que le quitó al gobierno federal la organización y conteo de las elecciones y cuatro años después, en el 2000, el PRI perdió la presidencia de la república en las primeras elecciones realmente libres desde las de Madero en noviembre de 1911.
¿Cuándo, dónde, por qué murió la Revolución Mexicana? El debate sobre la existencia de la Revolución fue casi un deporte nacional y un pretexto para consolidar nuevos grupos políticos de interés. El caso es que el primer periodo de debate real sobre crisis y destino de la Revolución Mexicana fue en el periodo 1958-1968, de las represiones obreras, el efecto Cuba, el endurecimiento presidencial conservador y la primera gran ruptura generacional posterior a la ocurrida en el decenio del diez del siglo XX: jóvenes rebeldes pusieron en duda los modelos de control ideológico y se enfrentaron al poder político, en el diez contra el porfirismo y en los sesenta contra el agotamiento del discurso político e ideológico de la Revolución. Las revistas El Espectador, Política y La Cultura en México abrieron un debate político-cultural sobre la Revolución y ayudaron más a deslavarla que a fortalecerla, pese a los tibios intentos populistas de Luis Echeverría.
La Revolución como movimiento social estaba ya lobotomizada hacia los setenta. En 1982 el presidente López Portillo tomó una decisión histórica cuyo simbolismo recordaba la hazaña de Cárdenas al nacionalizar el petróleo: la expropiación del sistema bancario privado a favor del Estado para dotarlo del instrumento potencial del desarrollo que era el crédito. Pero la decisión ocurrió a finales de sexenio, reproducida paradójicamente la sucesión Cárdenas-Ávila Camacho en la dialéctica revolución-conservadurismo, ahora con un López Portillo expropiador de la columna vertebral del poder empresarial que era el sistema financiero, pero decidida su sucesión a favor del entonces ya presidente electo Miguel de la Madrid, quien entronizó el neoliberalismo en el Estado; en 1992 Salinas de Gortari, continuador del proyecto delamadridista, privatizó la banca y el sistema financiero regresó a los empresarios sin garantizar su funcionalidad a favor del desarrollo.
El debate sobre crisis y destino de la Revolución fue elitista: se dio en las élites revolucionarias entre Elías Calles y Cárdenas, luego entre jefes militares disidentes que quisieron fundar sus dinastías como Henríquez Guzmán y Almazán. Pero quizá la consistencia del debate crítico sobre la Revolución Mexicana ocurrió en sectores específicos, aunque con efectos sociales muy menores: la oposición del PAN y del PCM, los medios críticos, los académicos historicistas en El Colegio de México y críticos en la UNAM, las organizaciones de masas que quisieron radicalizar al gobierno con movilizaciones al final reprimidas, los intelectuales liberales (Octavio Paz), marxistas (Revueltas), progresistas (Monsiváis y Aguilar Camín), antisistémicos y algunos otros y entre la propia clase dirigente al formalizarse –en los gobiernos de Cárdenas, Echeverría y Salinas de Gortari– los bandos de progresistas y neoliberales.
Como proyecto de nación, la Revolución Mexicana murió en el periodo 1971-1982, cuando los gobiernos de Echeverría y López Portillo impulsaron el gasto social pero no estabilizaron las finanzas y la crisis estalló en devaluaciones que provocaron, paradójicamente, el empobrecimiento social, cuando esos populismos buscaban lo contrario: el mejoramiento del nivel de vida de las mayorías. El gran debate se dio en tres puntos vitales para las definiciones-redefiniciones de proyectos históricos:
*Enfoque histórico.
*Modelo de desarrollo.
*Modernización nacional.
La disputa por la nación entre los proyectos nacionalista y neoliberal, que estalló en conflicto en 1977 con la renuncia de Carlos Tello y Julio Rodolfo Moctezuma y que luego se reavivaría con la expropiación de la banca privada, se resolvió a favor de una nueva generación de funcionarios, educados, ciertamente, en las tradiciones estatistas mexicanas, pero con enfoques de desarrollo más abiertos al exterior. De la Madrid y su principal operador Salinas de Gortari cumplieron esas expectativas: llevaron al país a la reforma más importante del Estado, la que dotó al Estado, a decir del razonamiento de Salinas de Gortari, de una “autonomía relativa” de las clases, con lo que en 1983 se dio el salto cualitativo en la configuración del Estado: del Estado de la Revolución Mexicana como representante desde su seno mismo de las clases sociales no empresariales al Estado ajeno a esos compromisos y más enfocado a la eficacia. Este modelo se continuó con la designación de Salinas de Gortari como sucesor de De la Madrid, en lugar de Manuel Bartlett Díaz, político populista del viejo régimen formado en el gobierno de Echeverría; y el asunto tuvo un tercer sexenio de continuidad: Salinas de Gortari impuso como sucesor real a Ernesto Zedillo, un tecnócrata formado en el Banco de México, en lugar del político Manuel Camacho Solís, no demasiado populista pero sí cincelado en las doctrinas del viejo régimen priísta.
Las soluciones conservadoras en las sucesiones presidenciales se facilitaron por las prioridades nacionales: a pesar de que la Revolución Mexicana en su origen real histórico fue un llamado a la instauración de una democracia electoral –Madero y su bandera antirreeleccionista– y los principales conflictos a lo largo de los años de gestión gubernamental del régimen de las Revolución Mexicana estallaron por problemas en la circulación de las élites gobernantes, en la sociedad mexicana hubo siempre un distanciamiento enorme hacia lo político y un acercamiento milimétrico al bienestar. Las élites priístas lo entendieron y por eso crearon un sistema de gobierno basado en los resultados del bienestar y no en beneficios democráticos, una variante del principio porfirista de poca política y mucha administración. De ahí que la estabilidad política del régimen priísta, aún en fases de inestabilidad sindical, estudiantil y campesina radical, se basó en la relación PIB-salarios-política social; Echeverría buscó apertura política y mayor gasto social, pero la crisis económica derivó en inflación y devaluación con deterioro salarial. Este modelo de interpretación política explica cómo fue que De la Madrid, Salinas y Zedillo consiguieron apatía o apoyo a la reforma del proyecto de desarrollo no por democracia sino por bienestar social vía Pronasol y mejores salarios.
El modelo tradicional de la Revolución mexicana duró hasta finales de 1982, con algunos jaloneos radicales y otros conservadores. Díaz Ordaz justificó la represión en función del argumento de que tenía que salvar al régimen de la Revolución Mexicana, Echeverría acreditó la crisis de 1976 a la necesidad e aumentar el gasto social sin aumento en los ingresos para atender a los mexicanos marginados y López Portillo explicó la expropiación de la banca como uno de los últimos jalones radicales de la Revolución Mexicana. Con todo, el discurso ideológico de la Revolución Mexicana operó en los términos establecidos por Revueltas en la introducción de México: una democracia bárbara: la ideología como mecanismo de dominación social.
Después del quiebre político de Cárdenas-Ávila Camacho, el de López Portillo-De la Madrid representó la segunda gran derrota de la Revolución Mexicana; segunda y definitiva. El grupo salinista se mantuvo en el poder hasta 2000, saltó la crisis que se avecinaba con el discurso político populista de Colosio y el regreso previsto de la Revolución Mexicana y pasó la prueba de la ruptura política de Zedillo con Salinas de Gortari pero no de proyecto de desarrollo ni de ideología económica dominante. Zedillo se alejó del PRI desde su campaña, como lo dijo en el Foro Nacional de la Democracia el 4 de agosto de 1994, un par de semanas antes de las elecciones:
Creo firmemente que la democracia exige una sana distancia entre mi partido y el gobierno. La Constitución señala, con precisión, el espacio que a cada uno corresponde y mi compromiso será mantener diáfanamente la distancia que debe separarlos. Lo he dicho y hoy lo reitero: los priístas no queremos un Estado que se apropie del partido, ni un partido que se apropie del Estado.
El argumento de Zedillo, por cierto, era parte de las definiciones políticas del PAN en cuanto a la conceptualización del papel del partido y su relación con el Estado.
Sin presencia en las decisiones de poder desde 1992, la Revolución Mexicana pasó a ser, en la realidad, un hecho histórico. La campaña presidencial del 2000 mostró a un PRI sin estructura de poder pero también sin estructura ideológica, a pesar de que su candidato Francisco Labastida Ochoa provenía del viejo régimen priísta y tenía raíces familiares que lucharon al lado de Juárez contra la invasión francesa. Labastida no fue el candidato de Zedillo porque sus validos Guillermo Ortiz Martínez o a José Angel Gurría resultaron inhabilitados con una reforma estatutaria que exigía un cargo previo de elección popular para ser candidato presidencial, pero de todos modos Zedillo lo prefirió en lugar de los otros precandidatos que compitieron abiertamente por la nominación: Humberto Roque Villanueva, Manuel Bartlett Díaz y Roberto Madrazo Pintado.
El resultado electoral del 2000 fue anticlimático: el panista Vicente Fox logró la victoria con el 42.5% de votos, contra 36% de Labastida-PRI y 16.6% de Cárdenas. Lo paradójico fue que los abanderados del viejo régimen priísta de la Revolución Mexicana –uno en activo y el otro disidente– sumaban más del 50% de los votos, pero fueron divididos para beneficio del PAN. La transición mexicana fue triple: procedimental, electoral y política, un poco en la lógica de tres transiciones tipológicas ocurridas en el mismo espacio político del tiempo mexicano: la revolución de los claveles de Portugal en 1974, la transición pactada en España en el periodo 1976-1978 y la transición desordenada en la Unión Soviética en 1989-1991.
Pero la transición mexicana necesitaba mucho más: no sólo el respeto a los resultados electorales, sino la reconfiguración del modelo de desarrollo y el rediseño del proyecto nacional para superar las cifras magras de crecimiento económico por obstáculos heredados del sistema corporativo y de compromisos políticos, sociales e ideológicos del régimen de la Revolución Mexicana. El desafío radicaba en el hecho de aprovechar el impulso de la alternancia partidista en la presidencia de la república para rehacer la estructura productiva sin romper con las conquistas históricas en materia de independencia, soberanía y compromisos sociales. Lamentablemente para la transición, Fox y el PAN carecieron de un modelo de desarrollo alternativo, el PAN lo logró la mayoría legislativa, el PRI quedó como primera minoría en el Congreso y por tanto se convirtió en un obstáculo para los cambios en la modernización nacional.
La decisión estratégica de Fox, Calderón y el PAN a lo largo de dos sexenios fue la eludir la urgencia de un nuevo proyecto nacional, administrar algunos cambios estructurales y aprovechar la estructura autoritaria del sistema presidencialista y del sistema priísta para mantener el poder. Luego del fracaso del populismo y de las insuficiencias del neoliberalismo, el PAN tuvo la gran oportunidad histórica para rediseñar el México del futuro y apostarle a una modernización del modelo de desarrollo; el resultado fue un saldo con insuficiente base político-social; las elecciones presidenciales del 2006 fueron apretadas y el populismo de López Obrador casi empató las cifras de Calderón, otro indicio de que el México de la Revolución Mexicana estaba vivo y que requería de un nuevo consenso nacional histórico.
El PAN perdió las elecciones del 2012 por razones políticas: no supo ofrecer bienestar a los mexicanos, agotó la estabilidad nacional con las cifras de la violencia criminal y no supo construir una ideología alternativa. Para evitar problemas, el PAN prefirió darle la vuelta a los debates de historia y proyectos, de pasado y futuro. En los dos sexenios panistas hubo iniciativa de reformas estructurales, pero sin negociarlas con el PRI. El problema del PAN radicó en la ausencia de un discurso político, ideológico e histórico del presente y del futuro y en la ineficacia como partido para reorganizar a las masas en función de nuevas relaciones sociales y de poder, dejándole al PRI el manejo de las relaciones de clase con el desarrollo.
Nacido en 1939 para enfrentar el radicalismo del gobierno de Cárdenas, el PAN en el poder presidencial osciló entre el procedimentalismo y la búsqueda de la eficacia con reformas más correctivas que estructurales. Por un lado le faltó una revisión crítica de la historia oficial y del régimen de la Revolución Mexicana y por el otro careció de estructura de partido para reorganizar a las bases priístas dispersas; luego de doce años, el PAN vio con derrota que tampoco pudo crear bases sociales propias o modernizar a las propias. Falló en presentar una propuesta democrática, no supo diseñar un modelo de desarrollo y sobre todo careció de una reflexión teórica sobre el fin del PRI y las necesidades de reorganizar el futuro. El pensamiento económico y el pensamiento político del PAN antes del 2000 no le alcanzaron al PAN para construir un sistema político diferente y edificar un acuerdo de clases y masas en función de metas y sobre todo para rediseñar el gobierno central para pasarlo del sistema presidencialista al modelo de sistema presidencial que tanto exigía el PAN al PRI.
La derrota panista del 2012 mostró el agotamiento de la estructura tradicional del PAN, frente a los saldos mediáticos de la capacidad de resistencia del PRI en la oposición. Como en el 2000, los votantes simplemente se hartaron, votaron por el relevo y se han dedicado a esperar las soluciones.
En su “Parte de novedades” al general Cárdenas de 1991, el académico Lorenzo Meyer, historiador de las Revolución Mexicana y del nacionalismo petrolero, militante en el grupo político de López Obrador y participante en el grupo que diseño el proyecto alternativo de nación del tabasqueño como candidato presidencial de la coalición del 2012, hace una lista de los fracasos en resultados en las propuestas de la Revolución Mexicana. Su reporte simbólico al general Cárdenas sintetiza los puntos del proyecto cardenista y los saldos cuarenta años después. El saldo es “desalentador”. En síntesis, Meyer contrasta la lista de las grandes propuestas y avances sociales, políticos y de clase que realizó el cardenismo y resume los resultados desastrosos como efecto de la gestión del PRI en el poder, en nombre de la Revolución Mexicana.
Poco más de veinte años después de ese 1991, el mismo Meyer publicó en Reforma un artículo referente a “El gran vacío”, a ese hueco epistemológico que dejó el fin político, discursivo y retórico de la Revolución Mexicana. Si en 1991 apelaba al regreso a los valores, objetivos y estilos del cardenismo, en el 2014 hablaba de la Revolución Mexicana como “otro gran mito” que tonificó a la sociedad aunque le dio sentido político y hasta de trascendencia. Pero “a partir de los 1980 la clase gobernante abandonó el mito de la Revolución Mexicana” y el país se quedó sin referentes integrales, aunque sigan prevaleciendo en el ánimo colectivo, afirmó, las figuras de Francisco Villa y Emiliano Zapata como figuras que ayudan a legitimar la rebeldía contra “las estructuras de poder corruptas e injustas”. Paradójicamente, Meyer coincide –o al menos en un cruce de conceptos– con el economista Macario Schettino y su libro Cien años de confusión. México en el siglo XX, en el que señala que la Revolución mexicana en realidad no existió, que fue un concepto y “no un hecho histórico”, resultó una “construcción cultural”.
La referencia de Meyer al “gran vacío” que dejó en el imaginario colectivo el mito fenecido de la Revolución Mexicana permite derivar a otra referencia del significado de la Revolución Mexicana en la vida política nacional: aparte de todo lo que se ha dicho que es y que no es, la Revolución Mexicana se asumió como un gran consenso nacional en torno a un conjunto de necesidades sociales insatisfechas o por satisfacer. Se trata de un asunto que podría tener relación con el concepto creado por el escritor Norman Mailer en torno al mito de John F. Kennedy, el presidente estadunidense más venerado pero el que también metió a su país en guerras absurdas y sangrientas: el héroe existencial, porque su existencia precede a su esencia, es decir, que basta con que exista para convertirse el símbolo social, independientemente de si sus acciones y resultados calificarían para llevarlo al pedestal de héroe.
Así ha ocurrido con la Revolución Mexicana: si las evaluaciones siguen siendo parciales e insatisfactorias, el discurso político de las élites revolucionarias logró colocarla como el eje de la construcción de una nacionalidad, de un modelo de desarrollo y sobre todo de un gran acuerdo institucional nacional. La derecha, la izquierda, el centro, la disidencia, todos los grupos tuvieron que cruzar por el arco de la dominación ideológica de la Revolución Mexicana que dominó la cultura nacional durante un siglo, con más fuerza inclusive que Juárez en el siglo XIX. Si Meyer señaló al arrancar el 2014 que el fin del mito de la Revolución Mexicana dejó un gran vacío nacional, entonces el asunto tiene que ver con la construcción de consensos nacionales. La Independencia de 1810, el liberalismo juarista y la Revolución Mexicana han sido tres mitos constructores de una nacionalidad, de un acuerdo de pacificación y de un proyecto nacional de desarrollo. La continuidad progresiva entre ellos –uno se alimenta del anterior y a su vez alimenta al que viene– ha ayudado a edificar una ideología popular que el neoliberalismo en el periodo 1980-1992 no pudo llenar con su propuesta de “liberalismo social”, una especie de recuperación parcial del pasado liberal del siglo XIX que combatió al conservadurismo y a las invasiones extranjeras y que consolidó la nacionalidad y el espíritu republicano.
A lo largo del periodo 1992-2013 México no ha podido llenar el vacío nacional dejado por la Revolución Mexicana. Y su ausencia ha reforzado la tesis de que el país necesita de un nuevo consenso nacional. Lo malo de las lecciones históricas radica en el hecho de que los tres grandes acuerdos han sido producto de rupturas revolucionarias. Pero el grado de modernización mexicana ha creado sus propios anticuerpos para eludir esas soluciones rupturistas radicales: Cárdenas no quebró la estabilidad, Ávila Camacho y Alemán impusieron retrocesos sin rupturas, la represión en Tlatelolco no llevó a otra revolución, la crisis económica del populismo desoyó las consejas de golpe de Estado y el neoliberalismo superó en diez días el llamado a una nueva revolución que hizo la guerrilla del EZLN. A ello han contribuido algunos liderazgos políticos radicales que han amenazado con la ruptura pero que han preferido la estabilidad: los estudiantes en 1968, Cárdenas en 1988 y López Obrador en 2006.
Los consensos se han derivado de rupturas sociales o de acuerdos políticos, en el entendido de que los consensos no son para siempre, aún los más fuertes como la revolución rusa que concluyó en 1989, las dictaduras que fueron derrocadas en Europa y África y las revoluciones socialistas que han regresado silenciosamente, derrotadas, al capitalismo. El problema radica en que las sociedades son bastante proclives a forjar consensos en situaciones de ruptura, que en circunstancias democráticas. El consenso democrático de la transición española logró superar la posibilidad de guerra civil a la muerte de Franco y creó un acuerdo nacional que permitió no sólo instaurar una de las democracias más modernas en Europa sino que potenció al país al nivel de un desarrollo capitalista con equilibrios sociales; sólo que la estabilidad democrática, de nueva cuenta, liberó las fuerzas conservadoras y el acuerdo de la transición terminó con una nueva fase de lucha por el poder.
Como cuerpo orgánico, las sociedades políticas también se rigen por las reglas biológicas. Es, cuando menos, el apunte que hace Leonardo Morlino en su conceptualización de los procesos de la democracia: desarrollo, crisis, ruptura, transición, instauración, consolidación y nuevamente crisis, en una circularidad que debería, en teoría, evitar la repetición de los errores. Esto quiere decir que todas las transiciones y revoluciones llevan a un punto de desarrollo que sus propias contradicciones fabrican las circunstancias para nuevas fases de crisis y revoluciones o transiciones.
Las reformas estructurales del periodo 1982-2013, con altas y bajas, eficientes o insuficientes, han cambiado el rumbo de México marcado por la Independencia, la Reforma y la Revolución, pero sería un grave error estratégico apostarle al regreso al pasado. Cada etapa ha aportado elementos de modernización y partes de retroceso, pero el país ha podido salir adelante cuando decide analizar errores y aciertos en función de nuevas correlaciones de fuerzas sociales. Reconstruir el modelo de la Revolución Mexicana, por ejemplo, implicaría volver a la hegemonía de la CTM, al campo subsidiado y comunal, al presidencialismo autoritario, al sistema de partido hegemónico o dominante, cuando el desarrollo de las fuerzas sociales ha hecho maduras a las clases sociales. Pero también sería un error garrafal, con garantías de rupturas violentas, si se quiere regresar al viejo orden porfirista de explotación social.
El nuevo consenso nacional mexicano debe partir de un acuerdo nacional entre las fuerzas sociales, políticas y productivas en torno a tres pivotes:
*Un nuevo modelo de desarrollo
*Un nuevo Estado.
*Y un nuevo pacto constitucional.
Ahora no habría héroes revolucionarios, aunque todos hayan cumplido su función y ya no respondan al grado de desarrollo histórico de la sociedad porque sería tanto como los que han endiosado al Che Guevara como símbolo de la rebeldía pero con saldos de derrotas no sólo frente al enemigo de clase sino ante sus propios aliados. Los nuevos consensos carecerán de héroes y las mediciones serán de resultados; por eso es que el tiempo de los caudillos está caduco, las mayorías nacionales ya no los aceptan y la hora de las instituciones se ha consolidado. Democracia, desarrollo, bienestar y soberanía podrían ser los cuatro puntos cardinales del nuevo consenso nacional. Y no se tratará de un acuerdo absoluto sino de mayorías porque al final de cuenta a las minorías les interesa un país con estabilidad para disfrutar su propia riqueza.
La fase histórica que viene podría ser el salto cualitativo de la Revolución Mexicana al consenso por el desarrollo con bienestar, sólo que esta vez se trata de un impulso modernizador no asociado a ninguna revolución.
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