El episcopado ante el segundo piso de la 4T
+ México, país sin rumbo de largo plazo
MÉXICO, DF. 3 de noviembre de 2013 (Quadratín).- La caída de la Unión Soviética en 1989 marcó el inicio de la gran crisis de expectativas. Hasta antes de noviembre de ese año, la existencia de Moscú fijó cuando menos un parámetro, contaminado por la represión y el autoritarismo, pero punto de referencia. Casi un cuarto de siglo después, la victoria del capitalismo y de los Estados Unidos no resistió el menor análisis, el mercado ha demostrado ser incapaz de responder a expectativas sociales y los neopopulismo carecen de fuerza para sostenerse.
De ahí que el colapso del socialismo –autoritario pero al final de cuentas de Estado– no haya llevado a un nuevo modelo económico. Curiosamente a finales de 1989 se legalizó la existencia de la globalización de mercado conocida como Consenso de Washington, pero a la vuelta de los años condujo al colapso del 2008 del cual los EU –el corazón del capitalismo mundial– no ha podido emerger. Lo paradójico radica en el hecho de que no hay más camino que regresar a la rectoría del Estado, pero sin que ningún país haya logrado hasta ahora redefinir al Estado y su estrategia de desarrollo social.
La lección de estos años parece no gustarle a nadie: efectivamente el Estado era un problema pero el mercado representó varios problemas. A lo largo de un cuarto de siglo se planteó la necesidad de reorganizar y redefinir el Estado y su papel en la producción/distribución de la riqueza, pero gobiernos socialdemócratas y organismos internacionales prefirieron que las cosas se acomodaran como pudieran. Por eso fue que el colapso del socialismo no llevó a una revisión crítica del estatismo capitalista y menos aún a la caracterización del nuevo Estado; lamentablemente para las sociedades, el mundo encontró la desviación hacia el neopopulismo, una visión pervertida del Estado porque atendía nada más a las demandas sociales sin preocuparse por el equilibrio macroeconómico.
El miedo al Estado por efecto del fracaso del socialismo estatista constituyó uno de los elementos conceptuales para la salida de la crisis económica. Lo grave fue la profunda crisis del pensamiento económico, como se puede ver en los premios nobel de economía. Luego de la crisis de 2008 el premio nobel Paul Krugman encontró que buena parte de la crisis estuvo en los economistas que no supieron prever el colapso de las corporaciones, aunque en realidad sí hubo algunos trabajos que alertaron de la fragilidad de los mercados especulativos; pero resulta que los principales economistas progresistas alrededor de Bill Clinton alentaron y apoyaron la desregulación de las corporaciones.
Las políticas anticrisis desde 2008 son parciales, justificadas en expectativas sociales y nadie se ha atrevido a señalar la responsabilidad del modelo económico. En efecto, lo que estalló en el 2008 fue el sistema capitalista de mercado globalizado sin regulaciones; por tanto, la única salida estaría en la reconfiguración del Estado y de sus responsabilidades. El peor error sería regresar la rueda de la historia económica y aferrarse al clavo ardiente del keynesianismo, una doctrina que respondió a la lógica de su tiempo. Lamentablemente los neopopulismos se sustentan en el regreso del Estado a la conducción de la economía y sobre todo al dominio sobre el mercado.
La crisis de México no difiere de las de otras partes del mundo, la de los EU o la de Europa occidental. En todo caso, la lógica es bastante distintas: México viene de una larga y en su momento exitosa experiencia de Estado hegemónico que la condujo a cuando menos dos graves crisis de modelo: la de 1973-1976 por aumento de la inflación y el impacto devaluatorio y la de 1981-1982 por la caída de los precios internacionales del petróleo. Las salidas en ambos casos fueron negociadas con el FMI y el Banco Mundial y la aplicación de programas severos de ajuste macroeconómico para estabilizar la economía. Los resultados fueron lentos pero exitosos en parte: se logró controlar la inflación y por tanto se recuperó la estabilidad cambiaria, pero a costa de un grave deterioro social y de una disminución del papel del Estado y de su política de asistencia social, con el saldo final de baja de inflación pero mayor pobreza crónica y estructural.
La globalización de la economía se vio como salvación en el periodo 1990-1993, aunque al final del día los efectos positivos de la apertura comercial profundizaron la desigualdad sectorial y por tanto social. De 1973 a 2013, un largo periodo de cuarenta años que atravesaron siete sexenios presidenciales, la pobreza aumentó de un cuarto a poco más de la mitad de la población; de hecho, la estabilidad macroeconómica depende de los instrumentos de control de la demanda y dentro de ella básicamente los salarios. La pobreza no sólo fue producto del sacrifico social, sino de la recesión programada –una especie de coma inducido– para estabilizar la economía; el Estado abandonó tareas esenciales en la producción pero el sector empresarial no pudo ocupar esas responsabilidades.
La crisis económica ha mantenido una correlación clara con la crisis política; de hecho, la disminución de la intervención del Estado en la economía llevó también a una baja incidencia en lo político y a la liberación de sectores con representación política importante: una clase empresarial sin sentido político y una clase proletaria que sólo funcionaba como apéndice del Estado. La pérdida del rumbo en lo político por efecto de la liberación económica y la falta de iniciativa política del Estado condujo al país a la pérdida del rumbo económico y productivo.
El problema no radica en revalidar el papel del Estado en la producción y los efectos en la configuración de los equilibrios políticos, sino en detectar la necesidad de una rectoría estatal en el rumbo económico-productivo para determinar los espacios del sistema político. Los gobiernos priístas de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo fueron eminentemente económicos con instrumentos severos de control político y los gobiernos panistas de Fox y Calderón no supieron racionalizar en la economía la alternancia partidista en la presidencia de la república. Ahora le toca la oportunidad al presidente Enrique Peña Nieto, pero carece de partido y por tanto de rumbo económico.
El desafío para el presidente Peña Nieto radica en darle sentido político a su programa de reformas estructurales; tuvo la oportunidad del Pacto por México, pero hasta ahora, como ha ocurrido desde 1973, al presidente de la república le sigue fallando el PRI como factor de movilidad del sistema político. Si el PRI no se reactiva como partido político, la recuperación quedará sólo en una reactivación coyuntural. El país sigue necesitando la reforma del modelo de desarrollo.
www.grupotransición.com
[email protected]
@carlosramirezh