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Oaxaca, Oax. 6 de agosto 2012 (Quadratín).- Agua Dulce, Veracruz, era un pantano con moscos y malaria, perjudicial desde cualquier lado que se le viera para la vida humana. No podían a nadie dejar cerca de esas tierras, menos a un menor de edad, porque la desgracia hacía de las suyas con él; una parturienta ingresaba a las cifras oficiales de defunción por el solo hecho de vivir junto a la nube de moscos, y el horizonte de perros y gatos que merodean junto a esas aguas estancadas era algo más que los lindes del verdadero infierno, eran el infierno mismo.
Junto a la espuma hedionda del agua puerca se levantaba la barraca de los emigrantes que eran atraídos por la bonanza del petróleo. Mujeres y hombres del mismo estado de Veracruz, y del Istmo de Tehuantepec, Oaxaca, formaban la enorme mano obrera que hacía brotar el oro negro.
Esa gente abandonó sembradíos y ganado, su pueblo, tras el progreso. No les importó irse a vivir bajo la nube de moscos para tener la posibilidad de ser contratado en la empresa petrolera. Al fin de cuentas ser obrero del petróleo era la ambición más cara de los hombres pobres del sureste del país, y algún precio se tenía que pagar por alcanzar la dicha.
Esos trabajadores cargaban con su mujer, sus recuerdos y sus hijos. Las pocas pertenencias que formaban su patrimonio tenían cabida en un atado. A los empleados que llegaban de Oaxaca los empujaban a vivir junto a los pantanos. Aparte de esos hombres y sus mujeres, nadie más se atrevía a pasar por esas calles que en los seis meses de lluvia eran un punto imaginario en medio de tanta agua; y en secas, un lodazal.
Acostumbrados a pagar un precio por su existencia, aportaban sus cuotas sin chistar. La tierra que arrojó a la gente de los pantanos les daba un menor espacio para soñar. Pero el gobierno federal a través de la empresa petrolera les aseguraba que con esfuerzo, sus vidas tendrían días mejores.
Las primeras mujeres en llegar a vivir junto al pantano instalaron un fogón, consiguieron leña y al poco rato hervía el caldo de frijol con cebolla y epazote. La dieta diaria no llegaba más allá del frijol, tortillas, sal y chile; en días festivos huevos, galletas de animalitos y litros de cerveza.
Eso fue en los primeros tiempos de la emigración, antes del año 50. Los obreros levantaron las primeras barracas con madera y cartón, algunas láminas de acero. Pero en los próximos años de trabajo construyeron sus casas de cemento. Los que invirtieron sus ahorros para tener una casa resistente quisieron recuperar su inversión y pusieron a trabajar el espacio como vecindad de emigrados.
En esos cuartos arrendados se celebraron bodas y bautizos, cumpleaños y ascensos laborales.
La vida transcurría con gritos desde el amanecer. Gritos de la madre para despertar a los hijos a buena hora para que partieran a la escuela, ya se va Lupita, ya se escucha su llanto, gritos de la madre al mediodía para que los hijos mayores la ayudaran a cargar el mandado.
El ruido de la música a todo volumen cuando el padre regresa del trabajo con los amigos, embriagado, a celebrar alguna victoria laboral o alguna derrota en esta vida.
Gritos, llanto, ruido a medianoche cuando el padre y la madre discuten por los centavos del hogar. Gritos hasta el amanecer.
De un cuarto a otro, de una familia a otra, se escuchaban los gritos de las madres que llamaban a sus hijos para desayunar, comer, cenar. Era el grito que avisaba a los hijos que era la hora de llenar el estómago. Era el grito que advertía a la vecina que en esa casa se tenía algo para comer.
Los hijos y las horas de comida servían como señalamiento secreto entre las mujeres. Unas a otras, las vecinas se mandaban mensajes mando a mi hija a la escuela: ¡niña apúrate a bañar para que llegues temprano a tus clases! Señales que navegaban en medio del muladar del pantano, niños entren a comer: en mi casa mi marido entrega el gasto para que tengamos tres comidas diarias. Señales de posicionamiento, somos pobres pero con el estómago lleno y esperamos un futuro mejor cuando mis hijos se reciban de ingenieros.
Esta emisión de señales era interrumpida de un cuarto a otro de los emigrados cuando quienes habitaban el espacio contiguo no tenían hijos, por ejemplo, o eran una pareja formada por ancianos. En esos casos los hombres se prestaban al juego y entonces se podía escuchar que el marido gritaba en la tarde, al regresar del trabajo, ¡mujer, quiero mi café con leche y pan. Para que todos supieran que en esa casa se tomaba leche.
Pero el caso más notorio de aquellos años junto al pantano era el de la anciana Chintapayo y su esposo Juan. El viejo antes de sentarse a comer gritaba:
___¡Chuleta en la mañana, chuleta en la tarde, chuleta en la cena; mujer ingrata, me vas a matar de tanto hacerme comer chuletas todo el día!.
Foto:Ambientación