
¿Lealtad a quién?
Oaxaca, Oax. 27 de julio 2012 (Quadratín).- ___¡Qué hermosa joroba porta ese joven!-, exclamó la mujer al atravesar la primera cuadra de la calle San Juan, muy cerca de los muelles, en puerto La Esperanza.
La tripulación del buque Santa Isabel había bajado al puerto, la mañana era fresca a esas horas. El navío, procedente del Caribe, con rumbo a las islas británicas, se amarró a la boya para recargar combustible. Navegaba con un cargamento de tabaco en sus bodegas, el tiempo marcaba viento favorable para su travesía.
Los marineros aprovecharon las horas en tierra para conocer las calles, enviar su correspondencia desde la estación postal y tomar cerveza. No eran pocos los hombres de mar que en esta terminal del océano descendían a embriagarse en las cantinas. Tampoco son pocos los hombres que detuvieron su navegar prendados por los negros ojos de una de mujer hermosa. Y más de uno regresó, en una embarcación diferente a la que lo había traído por vez primera, a verificar en la lista de correos sus cartas.
El puerto La Esperanza se formó con los hombres que abandonaron el mar por la tierra. Dicen los más viejos que primero llegaron los piratas ingleses, luego delincuentes de Holanda, bandidos mexicanos y artistas del sur de América. En las calles se juntan blancos y negros, amarillos y mulatos, indios.
Los hombres y las mujeres saben que el tiempo de la vida es para el amor y para el comercio. Algunos hombres descienden a tierra con el cuerpo golpeado por las marejadas de la vida y una mujer le hace recuperar la salud perdida. Algunas mujeres llegan con el corazón partido por un amor ingrato y siempre encontrarán un marinero dispuesto a socorrer a una mujer en dificultades. La edad de los hombres y las mujeres no interfiere en el momento de intercambiar amor o mercaderías, porque para estas dos cosas de la vida lo único que se necesita es entrega.
En los comercios encuentra el marino el mejor tabaco antillano, la mejor cerveza de todos los puertos del mundo, el mejor alcohol destilado y las mejores hembras del macizo continental.
La gente espera con ansias que atraquen las embarcaciones en la rada. Las mujeres visten sus mejores galas y salen a encontrarse con el destino. Toda mujer del puerto La Esperanza tiene escrito en la palma de su mano al mar y al marino. Y cuando llegan los extranjeros salen a encontrarse con su suerte.
Algunas compran telas, alhajas, comestibles. Otras, buscan amor entre los tripulantes. Pero las más acuden a los muelles para escuchar historias de otras regiones del mundo, ver los rostros de los hombres de otras naciones, registrar el acento de sus voces y sentir sus miradas de hombres sin tierra. El muelle sirve como un gran cinematógrafo donde todo aquel que llega puede ver historias que no acontecen en su vida diaria.
Los muelles como grandes salas de exhibición de la vida que ocurre en otro tiempo y con otra gente. Con una sola diferencia, estos actores si dejan un recuerdo tangible de su paso por la pantalla marítima: luego del caminar del marino por nuestras calles alguna joven mujer traerá al mundo a un niño rubio ojo azul, a un negrito con el pelo colocho, a un llorón amarillo o a niñas hermosas que harán un día más grande la fama de las mujeres bellas.
El hombre que navega es una suerte de embajador en todos los puertos que toca su nave. Lleva y trae objetos que pudieran interesar a los pobladores de otros sitios. El marino es hombre precavido, se traslada con pertenencias por las que pueda negociar su libertad con las autoridades locales luego de una tormentosa noche de alcohol y putas.
Estos hombres que entregaron su vida al mar se hacen acompañar en sus viajes por música de otras latitudes. Así, una mañana, cualquier hijo de vecino se despierta con los acordes de los cantos populares de algún país del África, de Asia o de las islas lusitanas puestas a todo volumen en el reproductor de discos de su vecina.
Pero lo que más buscan las mujeres jóvenes en los muelles son las muñecas de porcelana de los mares de China. Por las muñecas dan todo. Son célebres algunas mansiones en La Esperanza por la colección de muñecas de sus jóvenes propietarias.
No sólo acuden a los muelles las mujeres jóvenes, también las damas de la tercera edad buscan entre la mercancía de ultramar sus tesoros. Algunas abuelas acuden con sus nietas al trueque. Y el acero español es codiciado por esas mujeres que todavía en esas horas de su vida conservan fuerza en sus piernas para trepar por la pasarela del buque.
Siempre que atraca un navío el primero en llegar es el Capitán de Puerto, acompañado de las autoridades sanitarias de la zona. En el comedor de oficiales son recibidas estas autoridades y el capitán del barco ofrece su documentación y una fianza por los posibles daños que pudieran causar sus muchachos en tierra. Luego, es obligación sacar la mejor botella y las mejores viandas.
Mientras las autoridades arreglan en el comedor de oficiales las cosas de los hombres, en los pañoles y camarotes se sortean los asuntos del destino y los astros que condujeron al hombre de mar a este sitio. Y el práctico de tierra, un marino viejo que hace atracar al navío en posición donde el casco no sea dañado por la contracorriente costera, hace subir a los hombres y mujeres que requieren intercambio de pertenencias.
El capitán del puerto bajará al anochecer y será conducido hasta su casa por un subalterno. Los regalos que recibió de la generosidad marina estarán ya a buen recaudo en sus bodegas terrenales. En ese anochecer el mundo será más mundo entre un hombre y una mujer. Las farolas del puerto estarán puntualmente encendidas, en casa los infantes habrán ya merendado y las abuelas reposarán en sus aposentos. Sólo en la madrugada algún marino ebrio pasará gritando por las calles, pero eso es algo de lo que no hay que asustarse. Al amanecer esa tripulación ya no estará más en tierra. Al despertar al siguiente día los hombres buscarán en la nevera agua mineral helada y las mujeres tomarán pausadamente su baño de agua tibia. Nada habrá pasado en sus vidas que el correr del agua sobre los cuerpos no pueda remediar.
Cuando esa mañana atracó el Santa Isabel, la joven mulata saludó con agrado el porte del joven jorobado. Es realmente atrayente la dignidad con que lleva su fealdad, dijo a su acompañante. El jorobado sacó de su camisa un tabaco puro, robusto cubano, y con una cerilla lo encendió en una media mañana que se llenó de un agradable aroma.