
Día mundial de la justicia social
Oaxaca, Oax. 14 de noviembre de 2012 (Quadratín).-En este municipio acostumbran quemar a los ladrones. El pueblo, durante más de quinientos años, nunca equivocó su fallo. Todo aquel que cometiera un delito, recibió su justo castigo. No importa que sea originario de esta tierra o avecindado, como es mi caso, o que fuera de paso. El que roba se va a la lumbre.
Cuando llegué a prestar mis servicios en esta oficina, hará más de treinta años, el gusto por la lumbre me pareció bárbaro. Fue Facunda, la anciana que me arrendó una habitación, la que me dijo un día: -Aquí quemamos a los rateros. Aquella era una tarde clara de marzo, la recuerdo, y la mujer regaba sus plantas del patio con el delgado hilo del agua que salía de una manguera. Me escuchó llegar por el ruido que produce el juego de llaves que llevo en la cintura, que no lo despego de mi cuerpo ni para atender las necesidades más personales. Me soltó la sentencia que me acompaña desde ese tiempo: ¨ los quemamos¨.
No pude saber si la mujer decía aquellas palabras para darme seguridad en el desempeño de mi responsabilidad, para que me sintiera respaldado, para que supiera que en su casa no había nada de que temer o para que previera mis actos y me desempeñara con toda transparencia y honradez. Era muy joven, decían algunos, para cuidar las alhajas del pueblo. Como director regional del Monte de Piedad debía mostrar una conducta intachable, apuntalar los actos de mi vida con buenos hábitos, con costumbres sanas.
Mi trabajo me dio la oportunidad de conocer a ricos y a pobres de este y de muchos municipios. Conocí sus vidas, sus gustos, sus anhelos, sus deseos y sus vicios. Traté con hombres y con mujeres, todos me mostraron su verdadero rostro, su corazón. Venían conmigo y si en verdad necesitaban un préstamo me tenían que contar el uso que le darían al dinero. Si se trataba de un caso de enfermedad, para comprar terrenos, mujeres, hombres, animales o la mismísima presidencia municipal. De padres a hijos, desde hace siglos, esta gente pone a trabajar el oro.
Con el producto del empeño construyen sus casas o casan a sus hijos, compran amores, los viejos y los jóvenes, las mujeres, los hombres que prefieren a otros hombres, las mujeres que prefieren a otras mujeres, o engrandecen sus negocios, hacen sus fiestas, curan sus enfermedades, mandan a estudiar a sus hijos y viajan. Después trabajan como animales durante todo el año para pagar el rédito del préstamo, para comprar más oro y para desempeñar sus prendas. Aquí guardamos sus pertenencias en bóvedas impenetrables. Ellos guardan su propiedad bajo la tierra.
Desde que nacen los ponen en contacto con el metal. Les acomodan la semilla de ojo de venado, la que previene el mal de ojo en las criaturas, en un brazalete dorado. Después vendrá el pulso con el nombre grabado sobre una placa. Esclava, le dicen y la portan los hombres. Luego la cadena y el crucifijo. A las mujeres, los pendientes, las arracadas y los anillos con piedras preciosas. A todas, desde niñas, las abuelas les entregan su lote de joyas. Todos arrancan su existencia con un capital que se irá incrementando con el trabajo y su decidida entrega a la costumbre.
Así verán llegar su infancia, su juventud, la vejez, con el permanente sonido del oro entre sus ropas.
Yo soy el guardián de esa tradición. De mi cintura penden las llaves que cuidan el tesoro. Mi pulso no puede fallar, nunca, para manejar las cuarenta llaves guardianas. Diariamente acudo a la casona donde permanecen las joyas. Recibí este empleo de manos de un anciano que dedicó su vida entera a cuidar las llaves. Ese hombre no se casó ni tuvo tráfico con mujeres, para no descuidar el manojo de llaves. El pueblo vigiló sus actos y vigila los míos.
Soy un anciano ahora y tengo el deseo de no escuchar nunca más el tintineo de las llaves que van pegadas a mi cintura.
Anoche soñé con la guerra, y con una mujer. Desperté en la madrugada sobresaltado y no pude esclarecer mi destino ni interpretar mi sueño. En la guerra que soñé yo era perseguido por una turba que quería lincharme. Antes de caer en las manos de aquellos hombres que me perseguían por las calles de una ciudad para mi desconocida, pude ver tras una ventana el rostro entristecido de una mujer hermosa.
Mi trabajo no depende de los sueños, sólo del oro y el dinero. Como todas las mañanas, hoy muy temprano me encaminé a cumplir con mi labor. Conversé con algunos clientes sobre posibles préstamos y vigilé el desempeño de otros funcionarios a mi cargo. Al mediodía entró la mujer de mi sueño. Llegó hasta mi escritorio y me dijo: -hoy en la noche vendré por ti.
Al terminar mis labores, luego de cerrar con cuarenta llaves la bóveda principal, descifré mi sueño. Yo sé quién es esa mujer, y la guerra que se desatará. Sólo escribo esta carta, licenciado, para su superior conocimiento. He robado el dinero y el oro del empeño y espero paciente el veredicto del pueblo.