
Reforma de maíz transgénico: ¿camino a soberanía alimentaria de México?
Para Ocotlán, de Rodolfo Morales
Oaxaca, Oax. 24 de agosto 2012 (Quadratín).- Marcha en medio del llano todo un pueblo tras de una avioneta. Acompañan a la autoridad municipal, al párroco y los principales de la iglesia niños y mujeres, abuelos, todos. A media mañana del mes de agosto el aparato descendió en los campos de cultivo de Juan Pedro. El ruido de la máquina que venía del cielo hizo que todos detuvieran sus quehaceres. El que no dejó suelto al ganado, se torció el tobillo por caminar sin ver donde andaba; la que no quemó la tortilla en el comal dejó al marido en medio desayuno y más de uno salió del baño con jabón en las orejas.
El padre Panchito anticipó, es el fin del mundo, así está escrito. Pero la autoridad municipal, más avezada en cuestiones terrenales mandó a los topiles a cargar los rifles que desde los tiempos de la revolución no habían vuelto a sentir la pólvora. El profesor Juvencio detuvo a las autoridades del cielo y la tierra con una afirmación que los dejó helados en pleno agosto: esa es la máquina del cielo con que el Presidente de la República nos vigila para ver si todos cumplimos con nuestras obligaciones en este país.
Entonces fue cuando el presidente municipal arrancó a correr seguido del cura, y del pueblo entero. El comentario del profesor Juvencio corrió entre todos, viene el presidente a vernos. Dios le prestó sus alas para que pueda llegar a todos los pueblos de la nación. Las mujeres, más desconfiadas que los hombres, sostuvieron: no es el presidente ni es Dios, es uno de los ángeles del cielo que viene a ver cómo nos portamos.
En medio de la carrera para llegar a los terrenos de Juan Pedro la noticia había volado a otros municipios. Es Dios en su carro de alas que viene a decirnos que estemos alerta porque la guerra contra el Mal se acerca. Y de más allá de los pueblos donde están las minas de arena venían corriendo otros hombres con sus mujeres, llegó un presidente a darnos tierra y alimento, educación y vivienda, la felicidad en este mundo.
Sólo los niños escucharon con atención las palabras del profesor Juvencio: ese aparato de acero es un aeroplano, el motor que lleva dentro es como la mula de la noria que hace girar las muelas del molino, sólo que en este caso lo que se hace girar es aire para que la máquina se desplace por los cielos.
Cuando todos llegaron al sitio desde donde salían los ruidos como de alas de mil palomas, apareció entre unos fierros retorcidos un gringo. El hombre blanco desde su dentadura blanca y sus bigotes amarillos sonrió y dijo, hola amigos, soy Bob, el piloto.
La autoridad municipal pidió identificación, los topiles lo rodearon con sus rifles viejos. La gente miró a ese hombre alto con espejos en los hojos, abrigo de pieles y una bufanda de lana al cuello. Calma, amigos, dijo aquel hombre, soy representante de la ciencia que en este día vine a decirles los adelantos a los que hemos llegado en otros países.
El cura se acercó al profesor Juventino y preguntó muy cerca del oído,¿los hombres de ciencia son esos que quieren comerse a los representantes del Señor? Porque de ser así pediré a la autoridad municipal que lo fusile.
El profesor lo miró sorprendido. Le dijo con toda la calma con la que era capaz de hablar: Señor cura, los hombres de ciencia son también representantes del Señor. Ellos están sobre la tierra para descubrir todo lo que es bueno para los hombres y a los ojos de Dios.
Pero al percibir este tipo de explicaciones Bob se acercó a un grupo de jovencitas e inició plática con ellas, sabedor de que la mujer joven tiene el corazón y los ojos más abiertos que la gente con obligaciones específicas sobre la tierra. Soy de California, dijo, desde allá me trajo mi aeroplano.
Francisca, la hija mayor del presidente municipal se acercó a su padre y le dijo, creo que es de cristianos ofrecerle un taco a este hombre.
Sólo hasta ese momento la gente se dio cuenta que el pueblo de Ocotlán estaba muy lejos de las rutas presidenciales y que el mismo Dios y sus ángeles velaban en esos momentos por otras tierras donde se enfrentan mayores desgracias. Todos regresaron a sus actividades, menos la autoridad, el profesor y el cura. A un invitado llegado de tan lejos no se le puede dejar almorzando entre los chamacos. Y menos si se le tiene desconfianza.
Le dieron una habitación en el patio interior del palacio municipal. El gringo se despojó de su chamarra y bufanda. Con la luz de esta hora del día en realidad el hombre se veía totalmente transparente. Las venas azules de sus manos y cuello hacían juego con sus ojos vivaces.
Almorzó tasajo con frijoles y luego pidió que alguien le sirviera de guía para llegar a la capital y enviar su mensaje de auxilio a su tierra. Cuando Bob se fue el presidente municipal tuvo una idea, vamos a quedarnos con el aparato. Era el año 30, todavía faltaban muchas cosas por verse en Ocotlán.
En la tarde de ese día el presidente municipal acompañado del profesor Juvencio se acercó junto con sus topiles al aparato volador. Con sus manos rudas movió las hélices y dentro del armatoste sonó como una tos de moribundo. Regresaron los hombres del terreno de Juan Pedro convencidos de que esa máquina estaba viva, pero ya pronto se muere.
Bob no regresó esa noche ni en varias semanas. El hombre que lo acompañó a la capital dijo que se había instalado en el Hotel Francia en espera de las noticias que le enviara su gente desde su país. Los niños en el pueblo se acostumbraron a ir todas las mañanas a visitar la máquina y jugar a imaginarse pilotos aviadores. El profesor Juvencio se prestó a esos juegos de la niñez y en la pequeña biblioteca de Ocotlán encontró unas láminas ilustradas con la figura del aeroplano y de hombres que iban por las nubes con la bufanda al aire, los cristales sobre los ojos y una gorra de cuero que les cubría las orejas.
Por las tardes, los hombres mayores, al regresar de sus labores del campo, se acercaban al aparato. Desde allí se imaginaban los adelantos que traería la ciencia al mundo y a Ocotlán, principalmente, porque el pueblo estaba marcado para ser grande porque de otra forma el gringo no hubiera decidido bajar en estas tierras.
En tanto las mujeres en edad de casarse, desde el comal o la mesa de la cocina imaginaban en silencio ser amadas por un hombre que las llevara a conocer el mundo en un aeroplano.
Pasaron las semanas y el pueblo estaba encantado de recibir a los vecinos de otros municipios y llevarlos a conocer la nave. Un día regresó Bob con otros hombres. Durante semanas trabajaron en la panza del motor, en los extremos de la hélice. Una noche despertó a la autoridad municipal y le dijo que en la mañana del siguiente día partiría a otros países. Y el avión, no lo dejas, le preguntó muy bajo el presidente municipal. No, hombre, respondió el norteamericano, me marcho con él.
El presidente municipal le organizó una cena de despedida, con música de banda y suficiente mezcal. El piloto aviador bailó y en la madrugada se fue a descansar.
Cuando despertó y se fue al campo de Juan Pedro ya todo el pueblo estaba junto a la nave. No te lo llevas, le dijo el cura, Dios lo envió para estos buenos hombres. No te lo llevas, dijo la autoridad municipal, ya mandé amarrarlo con mis hombres. Si intentas despegar te disparamos a matar.
El profesor Juvencio lloró junto a los niños de la escuela, se lleva nuestro aeroplano. Bob sonrió y se marchó a la capital. Todos celebraron ese día la captura del primer avión avión. Pero en la madrugada del siguiente día llegó el ejército. Con otras máquinas subieron al aeroplano a una plataforma del ferrocarril y se lo llevaron atado, como delincuente.
El pueblo al enterase que se llevaban la máquina corrió a rescatarla. Por nada y ocurre una matanza.