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Respuestas
A los marinos caídos en servicio, en su día
A José Rito, mi padre
Oaxaca, Oax. 1 de junio 2012 (Quadratín).-Todo esto lo recuerdo de mi infancia, cuando mi padre me llevaba a ver el mar los fines de semana a la casa de tío Chito y tía Juanita. Ellos poseían un restaurante junto a la playa con una enorme palapa que se sostenía de troncos de árboles, desde donde pendían decenas de hamacas para descansar.
La comida era variada: mariscos y pescados en todas sus formas; guisos de mar y tierra firme; guisos de iguana, armadillo y gallina de rancho. Los pescadores llegaban por la mañana al restaurante a venderle a tía Juanita su captura: pescado cocinero, pargo, robalo, camarones y ostión. Los campesinos llegaban con su cosecha y su caza. Productos del mar y del monte que inmediatamente eran destinados al hervor lento del fuego en la cocina.
Las mujeres mareñas llegaban con su caminar sin prisa por la playa. Traían en su cabeza canastos llenos de camarón cocido y salado; gallinas, guajolotes y huevos de rancho: son los mejores, decían las mujeres de la casa.
Junto al restaurante de los tíos se levantaba otra palapa con pisos de mármol: era el sitio de descanso de los oficiales de la Marina Armada de México. Ahí llegaban los fines de semana las señoras con sus lentes oscuros a lucir el traje de baño y dorar sus piernas al sol. En ese espacio descubrí por ver primera el sexo de una mujer. En el juego de pelota que sosteníamos los niños de la casa me tocó patear un balón con demasiada fuerza. La pelota se fue a los límites de la palapa de la Armada de México. Aterrorizado porque me eligieron mis compañeros de juego para ir a buscar el balón, brinqué la primera tapia que delimitaba la propiedad. Para que nadie descubriera mí atrevimiento me escabullí por la parte trasera de los baños y ahí ocurrió la visión: detrás de una ventana, sin que me pudieran ver, observé a una joven mujer que quitada de la pena se desnudaba.
Nunca antes jabón alguno había tenido tan sutil aroma. El brazo levantado de la mujer descubría una blanca axila sembrada de minutos puntos azules. Su sexo portaba abundante pelo rubio. Bajo el agua se puso en cuclillas, en dirección a la ventana donde yo me encontraba, cerró los ojos, abrió las piernas y lavó su sexo a conciencia. Se incorporó, dio la vuelta frente a mí y lavó su espalda, bajó sus manos y separando con suficiente presión de sus dedos las blancas nalgas se enjabonó toda. Por un instante pude ver el cielo y el abismo, por un instante. Luego todo acabó. Secó su cuerpo con una toalla amplia y se cubrió con sus ropas: pantaletas blancas y sostén color carne: blusa roja y pantalones blancos. Apagó la luz y se fue dejando mi balón de futbol empapado de mi angustia. Los amigos me esperaban para terminar el partido, pero mis piernas no querían responder a las órdenes que enviaba el cerebro. Esa mujer me siguió durante toda mi juventud: menuda, de rostro alegre y vello púbico recio, abundante. La busqué en el puerto pesquero, pero nunca la encontré.
Mi padre murió y yo decidí salirme del pueblo para estudiar en el puerto, allí podría encontrar a aquella mujer que no se salía de mi cabeza. No la volví a ver nunca más en mi vida, era la mujer de un marino y los marinos viajan mucho; cada cierto tiempo los envían a otros destacamentos y parten en compañía de su mujer. Atrás dejan amigos y amores; sus mujeres sólo dejan recuerdos en la carne viva de los niños que un día tuvieron la dicha de verlas desnudas a través de una ventana entornada.
Foto:Ambientación