
Recuerdo de un Cronopio
Oaxaca, Oax. 22 de agosto 2012 (Quadratín).- Sobre un plano imaginario que parte de su ombligo el hombre conduce el bieldo por el campo, sube y baja por lomas, llanos, atraviesa cañadas. Tras él marchan fervorosos campesinos. De pronto, sin que nadie lo note uno de los extremos del palo vira hacia la tierra. El hombre detiene sus pasos, seca con un pañuelo el sudor de su frente. Mira sus manos y dice, caven aquí, encontrarán el agua subterránea.
Este hombre, el zahorí, que ahora viste lujos inició su historia en una choza. Como todos los chicos del pueblo, él también ayudó a su padre en las labores del campo. Le negaron sus mayores la dicha de prosperar en la escuela, para qué, el trabajo no espera, le dijeron.
Adolescente escapó de su casa cuando el dolor que le producía el trabajo del campo le partió la espalda. Los primeros días que pasó alejado de sus padres le dio por andar entre las tierras de labranza de los pueblos vecinos. Una tarde, al tomar descanso bajo un sauce centenario tuvo un sueño: se vio vestido de oro y pieles, pero con el rostro triste. Junto a él una mujer, su madre, le decía: el destino de tus días va pegado a nuestra tierra, si la trabajas ella te dará lo suficiente para vivir con comodidades, tú serás el que termine los pesares de nuestros campesinos, el que les anuncie el hallazgo del agua subterránea, nuestro pueblo florecerá y tú crecerás con él, sólo escucha la voz de tu cuerpo, corta un bieldo de este sauce y anda por la vida.
Los días le confirmaron su sueño. Trabajó para los campesinos de esta región y para los hombres de otras latitudes. Prosperó. Desde otras naciones llegaban a nuestros oídos sus actos, la fama del zahorí, descubridor del agua subterránea.
Libró a muchas naciones del hambre, la guerra y la envidia. Del dolor y la enfermedad, la muerte. El zahorí dejó nuestras tierras, ya todo lo que podía hacer por nosotros lo había hecho. Marchó a otras repúblicas. Allá encontró el oro, porque entre nosotros sólo trabajó por techo y alimento. Para la gente los días de su vida eran felices, por el oficio de sus dones se rodeaba de mandatarios, príncipes y reyes, dueños de feudos y vidas. Pero en su rostro cada día se dibujaba más la señal de desamparo que percibió aquél adolescente en su sueño.
Luego de cansadas jornadas de trabajo en el desierto, despertó un día en su tienda. El viento corría libre por la arena. La arena fina se posaba sobre hombres, bestias y objetos. Sintió que los minúsculos granos de la tierra entraban en su corazón. Lloró. Afuera los hombres que lo habían contratado para encontrar agua en aquel principado reían en medio de un gran lago recién descubierto por sus artes. Lloró el zahorí. El viento y la arena del desierto entraron en su corazón.
Otro día, en una ciudad cercada por el hambre y la muerte, inició su jornada. Caminó un día y dos, muchos. Al llegar a los límites de lo creado, entró a una choza para descansar. Allí estaba postrada una mujer. Sufres, le dijo, tus artes de la adivinación no llegan a descubrir el amor que te espera, por eso sufres, estás solo. La mujer yacía en medio de papeles donde estaban escritos poemas de amores y guerras. Salió. En la puerta de la choza de aquella mujer el bieldo marcó la presencia del agua subterránea. Informó del hallazgo a sus patronos. Sus artes expulsaron de esas tierras el hambre y la muerte. El zahorí marchó, pero su corazón sufría.
Su dolor lo alejó de los hombres. A su retiro sólo se llevó a sus fieles ayudantes. Subió a un monte, desde allí escuchó como el rumor de su fama se apagaba en el mundo. Para consolarse hizo subir su biblioteca que contenía el saber de todas las tierras que había pisado. Dedicó sus días al estudio, envejeció. En el ocaso de su vida intentó trocar sus dones de la adivinación por los dones de esos otros adivinos, los vates.
Poco resultaron le dieron sus fatigas, su espíritu estaba vedado al oficio del contador de sílabas, palabras, el poeta. En su extravío dudó sobre el origen de la adivinación del vate; sostuvo que ese don venía del pueblo y no de la misma tierra, como sus dones. Esa resultó ser la primera equivocación en su vida.
Días más tarde, cuando él bien sabía que su vida llegaba al final, subió a su ermita una bella mujer. Le dijo que poseía todo el saber de la tierra, pero que la divinidad le había negado predecir el futuro de los hombres a través de esa forma simple de la escritura que todos llaman poesía. Él lloró como en sus días de juventud, tomó el rostro de la joven entre sus envejecidas manos y dijo: criatura, el don de la adivinación no existe.
Ella le refutó, tu fama llegó hasta mis días, eras el mejor zahorí sobre la tierra. Él le respondió, la fama, como a adivinación, es sólo un grato sueño de los hombres. En realidad el mortal no puede anticipar nada que no decida la tierra misma que sea anticipado, la adivinación no existe.
Era otoño, en los montes las hojas de los árboles corrían entre los aullidos de la más grande jauría.
El zahorí salió al patio donde caen las hojas de los árboles. Puso sus cansados ojos en el poniente sin nubes, la luz del sol menguaba. No pude adivinar nada, ni siquiera el devenir de mis días. Si anticipara esta soledad en que habité nunca abandonaría la casa de mis padres, repetía para sí mismo. Un poema dijo convencido- daría todos mis dones por un poema. Su angustia no le dejó ver el último destello del sol que pasó entre las ramas sin hojas de los árboles, ese poema que todas las tardes entrega el tiempo a los hombres que habitan este mundo. Un poema, se repetía ante sus ojos ciegos en el momento en que su cuerpo se derrumbaba.
Foto:Ambientación