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Oaxaca, Oax. 25 de abril del 2012 (Quadratín).- Algunas estadísticas señalan que la afición que acude a los estadios de beisbol lo hace por tradición, porque sus padres los llevaron en su niñez a un parque de pelota: es verdad. Decidir en libertad ser aficionado a uno u otro deporte es una elección; ser aficionado al beisbol, es un destino.
Nunca asistí a un juego de pelota con mi padre; él era aficionado a los Tigres de México, como se le decía a la escuadra. Yo no era más que un niño de escasos años que lo ayudaba, en las tardes, a las 7:30, a sintonizar el pequeño radio receptor para que escucháramos el partido. Eso era todo: un niño que ayuda a su padre a sintonizar en el cuadrante la estación donde transmiten los partidos que se juegan en un lugar muy, pero muy lejano: la Ciudad de México.
Por aquellos años de la república salir de la pequeña comunidad de arena y sal donde vivíamos era poco menos que imposible. Lo que es más: no había llegado al pueblo esa caspa fiel e imprudente que hoy llamamos televisión.
Para enterarse al día de los resultados del partido, había que sintonizar la radio. No había otra forma de hacerlo. El mundo giraba a su tiempo y no se enteraba de nuestra prisa.
En la familia el mundo giraba en obediencia a los mayores, el respeto a los padres y en ayudar a papá con el cuadrante de la radio.
La noche llegaba a nuestras vidas con la radio transmitiendo el partido de beisbol, la llamada guerra civil entre Tigres contra Diablos, y con el olor a café cargado que bebía mi padre.
Esta imagen era lo más extraordinario que podía llegar a vivir por aquellos años. Nosotros en casa podíamos gozar de esta experiencia porque papá era aficionado al beisbol, pero en las casas vecinas el mundo terminaba a las 6 de la tarde cuando dejaba de transmitir sus emisiones la XEKZ.
De esta forma nació mi afición al beisbol, conocí de reglas y jugadas, de las proezas de los peloteros. Nunca llegué a verlos; habitaba en un pueblo. Pero la radio me dio el don de la imaginación: en mi cabeza creció la imagen de aquel Parque Delta del Seguro Social.
Ahora hablan del Foro Sol o del estadio de Cancún, yo prefiero los viejos inmuebles.
En mi edad adulta asistí a un parque de beisbol. Cuando llega el beisbol a nuestra ciudad, hace algunos años, mi corazón de niño resurgió y mi ser se llenó de lágrimas: ahí estaban los peloteros pegándole a la bola, ahí estaban las novenas; pero papá ya no estaba conmigo.
El beisbol es herencia, sobra decirlo: es destino y origen. Por estos días acudo con mis hijos al parque Eduardo Vasconcelos. Me agradan las modificaciones que le hicieron, me interesan todavía esas inmensas torres que iluminan más que la santa luz del día.
Los niños, mis hijos, van bien: ya tienen inoculado en el alma la afición al beisbol.
La última ocasión en que asistí a un partido -uno va al estadio a pesar de esta mala racha del equipo-, el parque estaba repleto de jóvenes, hombres y mujeres, de niños, que animaban con entusiasmo a nuestra escuadra. Y luego, antes de abrir la séptima baja, escuchar en el sonido local el Lindo Oaxaca, enchina la piel. Mis hijos, pequeños todavía, se incorporan a cantar los acordes de esa música nuestra.
Tienen razón y verdad las casas encuestadoras: la afición al beisbol es una tradición, una herencia. El juego se lleva en el alma, nos viene desde los días de la infancia en la tierra donde nacieron nuestros padres.