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Día mundial de la justicia social
Oaxaca, Oax., 28 de septiembre de 2011 (Quadratín).- Primero pensé en pedirlo prestado, las mesas del restaurante a mí alrededor estaban ocupadas por algunas personas conocidas; la imagen estaba ahí, frente a mis narices, resultaba irresistible: un hombre con barba crecida, vestido con traje sucio, con porte militar, caminaba frente las flores del jardín. Resultaba tentador escribir sobre esa figura: un vagabundo que hablaba con las flores; pero para mayor desgracia no llevaba bolígrafo para fijar la imagen en una servilleta.
Sentado a la mesa de un restaurante que abre las puertas en el zócalo de la ciudad la vida cobra presencia con singular intensidad un sábado por la mañana. Los meseros que atienden a los parroquianos y turistas no se dan abasto con la demanda de servicio. Algunos clientes con rostro de desvelo exigen remedio para sus males del cuerpo y del alma. A esta hora de la mañana la luz del sol no levanta la humedad que dejó en el piso de concreto el paso de la madrugada. Pero la gente ya exige cervezas y tragos de licor.
A esta hora de la mañana de sábado acuden al restaurante sobre todo mujeres jóvenes a tratar temas de negocios o asuntos profesionales. Asuntos de sus estudios universitarios.
Visten pantalones y playeras de una talla menor a la que les corresponde: el otoño llegó a la ciudad con plenos poderes. Un par de jóvenes sentadas frente a mi mesa dejan ver, despreocupadas, sus caderas tatuadas: signos del infinito que se deslizan hasta el canal donde inicia la separación de sus nalgas.
En la calle de enfrente marchan grupos de jóvenes que van a ninguna parte. Sólo son chicos que caminan en la mañana del sábado por esta ciudad anti estrés, cómo calificaría a la capital de Oaxaca el poeta chileno Álvaro Ruiz durante su estancia entre nosotros, hará muchos años.
Resulta curioso que los extranjeros que llegan a visitar o a vivir en esta ciudad la califiquen como lugar anti estrés. Y para quienes aquí nacieron o aquí vivimos desde hace algunos años o llegaron para quedarse y nunca más rebasar sus lindes por lo que les resta de existencia, les resulte una ciudad horrible, tremebunda, con tanto urbano que circula por calles estrechas llenas de agujeros, tantos bloqueos viales, tantas marchas de protesta; tantos y tantos brotes de inconformidad de los ciudadanos contra sus gobernantes. Una ciudad monstruosa y letal.
Ahora, frente a mi mesa, se detiene un joven con guitarra y quena; un hombre orquesta, podría decirse. Entona la Guantanamera. Es muy joven, porta coleta y gorra de beisbolista; anteojos oscuros. Un grupo de turistas se detiene frente a su persona desgarbada y deposita junto a la lata que guarda junto a sus pies unas monedas. El joven arremete con más valor el rasgueo de su guitarra.
En esta ciudad un hombre que escribe en la mesa del restaurante resulta a los ojos de todo aquel que quiera mirarlo un bicho raro. Levanta la mirada y escribe mientras el joven de la guitarra inicia su recorrido entre las mesas del restaurante. Llega a mi mesa y solicita la colaboración para la música. Levanto los ojos de la servilleta donde escribo y lo miro: lleva en el rostro plantada una sonrisa de vendedor de seguros.
A esta hora de la mañana los aseadores de calzado, los boleros, desplazan sus sillas con ruedas al sitio donde prestan sus servicios. Recuerdo que de niño yo quería ser bolero, para no asistir a la escuela y quedarme todo el santo día en el parque de mi pueblo.
Quería ser bolero como otros niños querían ser bomberos o miembros de la Policía federal de Caminos, así se le decía o militares. Sueños de niño donde uno se refugiaba para imaginar que no iría más a la escuela primaria cargada de obligaciones y tareas. Sueños. Pero estos niños boleros que hoy andan entre las mesas del restaurante ofreciendo sus servicios, van mirando los platos rebosantes de comida como si contemplaran despiertos su sueño más preciado; andan con la panza de farol y reciben el desprecio y los insultos de quienes sí pueden una orden de comida en este restaurante.
El sol avanza, el Palacio de Gobierno luce abandonado esta mañana de sábado. Los turistas no voltean a mirarlo, nada les interesa los asuntos de nuestro gobierno. Los parroquianos esquivan la mirada del sitio donde se levanta la construcción centenaria: será que el gobierno no significa ni significará nada en sus vidas; nada que se relacione con la existencia del ciudadano de a pie, el hombre, la mujer, que paga con puntualidad sus impuestos y recibe a cambio escuelas en mal estado donde dicen educar a sus hijos, calles intransitables y una violencia y balaceras en vía pública a la luz del día y en aumento.
Otro grupo de turistas aplaude y festeja a otro joven con guitarra que interpreta el Pájaro Chohuí. Nadie podría explicar de qué privilegios goza esta música latinoamericana hoy tan vigente y que iniciara su recorrido por el mundo allá por la década de los 60s con las gestas revolucionarias.
Pasa un hombre mayor con su guitarra, lleva el gesto decidido como quien marcha a cometer un crimen de honor. Esta decisión del oaxaqueño para empuñar la lira, este coraje para crear arte, este valor que se requiere para tomar la guitarra y salir a la calle a emprender el canto resulta de destacar en estas tierras cargadas de carencias y esperanzas.
El sol avanza en su derrota, persigue las sombras de cuerpos y árboles, objetos. La plaza se llena de vendedores ambulantes: collares de ámbar, peines de madera, blusas de manta; globos multicolores. El restaurante se llena de los vagos de siempre que hablan de política.
Desde hace tiempo me interesó la relación directamente proporcional que existe entre la política y la vagancia: gente sin oficio. Políticos y vagos, los sin oficio, los boca dulce, los lengua de la mentira.
Primero pensé en pedir prestada una pluma para escribir, fijar imágenes e ideas que pasaban raudas a mí alrededor, tomar la servilleta del desayuno y ponerme a escribir las viñetas literarias que sucedían muy pegadas a mi persona. Pero nadie que me prestara una pluma, algo con qué escribir. Y las imágenes, las viñetas, pasa que pasa y yo mirándolas pasar. Como niño pobre que contempla la ronda de los caballitos en la feria de su pueblo.