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Oaxaca, Oax., 14 de febrero de 2012 (Quadratín).- El amor por la lectura me lo enseñó una mujer analfabeta, mi madre. Eran los tiempos de soledades y salinas, carencias. El pueblo donde nacieron mis padres, Tehuantepec, distaba mucho de la ruta del progreso. En el barrio Santa María, mi barrio, la gente se dedicaba a sus asuntos sin más pretensión que sobrellevar la vida con oficios que se heredaban: músico, campesino, orfebre, peluquero, sastre, locatario del mercado.
En aquella década de los 60s, días de mi infancia, en el barrio campeaba el analfabetismo. Mi madre, Facunda, que en latín indica a la persona de muchas palabras, era una indígena zapoteca nagua y huipil, hija de Donaciano Salinas, Don Majá, curador de pieles para hacer huaraches.
El padre de Facunda no le permitió ni a ella ni a sus otras tres hermanas, Virginia, Elena y Carmen, recibir la instrucción primaria con un argumento irrebatible: No vas a saber leer ni escribir porque si llegas a saberlo para lo único que te servirá es para escribirle cartas a tu novio.
En la infancia de Facunda resonaban las detonaciones de la Revolución: el pueblo no tenía carretera, las mujeres se dedicaban a la cocina y a los hijos, servir al marido, y para ir a traer agua del río en cántaros humedecidos de trajín.
La infancia y la juventud la pasó realizando quehaceres propios de su sexo: atender a su padre Donaciano, hombre rudo y violento, aficionado a la bebida, que encontró la muerte una tarde al caer del puente del barrio, al volver de una fiesta.
La historia de mi madre no es distinta a la historia que viven miles de mujeres, millones, en Oaxaca y el país.
La vida la llevó a contraer matrimonio con un marino militar, José Rito Katt, mi padre. Cuando estaba en tierra firme este marino llegaba de sus quehaceres en el puerto, el Sector Naval Militar, y recostaba en su hamaca a leer el periódico. Más tarde nos hacía sintonizar en la radio el partido de beisbol trasmitido desde la capital de la república.
Mi padre fue la primera imagen que tuve de un hombre que lee. Yo no contaba con más de nueve años de edad cuando murió mi padre.
La que guió mi instrucción primaria fue mi hermana María Guadalupe. Con paciencia de niña me enseñó las primeras letras. Mis hermanos Miguel Ángel, José Luis y Bulmaro me animaron con su ejemplo a seguir ese mundo de letras.
Con su viudez mi madre resistió a pie firme el crecimiento de sus cinco hijos, las rebeldías. Era la única proveedora en la casa. Una mujer fuerte, valiente, como son todas las mujeres de mi pueblo.
La soledad y las carencias dejaban muy poco espacio en el día para la dicha a esta mujer que estaba obstinada en mandar a la escuela a sus hijos, crecerlos.
Un día me di cuenta que a ella se le iluminaba el rostro cuando yo estudiaba el abecedario. Yo era sólo un niño de cinco o seis años. ¿Qué gusto más grande habrá para un niño de esa edad que ver feliz a su madre? Por ella mentí a todos que sabía leer, aunque no conociera la o por lo redondo. Abría el libro e inventaba historias, rostros, lugares.
Por amor a mi madre, fingía leer. Así, durante esas horas de la tarde los dos éramos felices. Ella al imaginar que con la lectura vendría un tiempo mejor para su hijo, su benjamín; yo, al imaginar y expresar territorios distintos al pueblo donde vivía.
Pasaron los años, terminó el siglo. Llegaron las nuevas plataformas de la comunicación humana. Pasaron ante nuestros ojos los verdes, los amarillos y los azules. Dijeron que llegó a nosotros la democracia. Pero los cierto es que hoy en cientos de comunidades miles de personas viven el mundo del analfabetismo.
Programas del gobierno van y vienen, gentes bien intencionadas inician campaña para combatirlo. Crece el número de universidades en el territorio. Pero el analfabetismo en nuestro estado sigue ahí, nos mira con sus ojos de odio y de resentimiento.
¿Qué hacer para que esa presencia cruel deje de existir en nuestra vida? Ahora que somos demócratas, que vivimos la transición política, que navegamos en los mares apacibles de la libertad de expresión, que cumplimos todos con el principio jurídico de la equidad de género y respetamos los derechos de niñas y niños, no hemos podido acabar con el analfabetismo.
Unos amigos de la radio, Maira y Humberto, me pidieron que escribiera unas palabras para motivar la lectura en nuestra gente. En este marco, Día del Amor y la Amistad. Y caigo en cuenta que para superar el analfabetismo, para compartir el gusto por la lectura, hace falta el amor por nosotros y por los que queremos. Amor activo, suficiente, sustantivo.
Un gran amor a nuestros padres, nuestros hijos, nuestros hermanos. Compartir con alguien ese espacio de libertad y dicha que nos otorga la lectura.
Libertad, dicha, conocimiento son características de lo humano que sólo existen en plural.
Hace mucho tiempo que murió mi madre, siguió la deriva que marcó mi padre. La siguieron en aquella ruta mis hermanos Miguel Ángel y María Guadalupe. Mi historia, quiero decirlo, no es distinta a la de millones de mexicanos que habitan la carencia la orfandad, el miedo al día que vendrá.
Pero reconozco también que el amor que me dio mi madre me otorgó una herramienta para la sobrevivencia en un mundo adverso: la lectura, el amor por los libros.