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¿Lealtad a quién?
El número
Oaxaca, Oax. 06 de julio 2012 (Quadratín).- Una mujer nombra mi persona con un número. El mundo entero me ubica en números. Puedo encontrarme en muchos números. Un número de cuenta bancaria para satisfacer a las mujeres que me rodean, que me aman. O en el número de cadáver encontrado luego de un naufragio, como lo solicitan mis malquerientes. Así lo piden a gritos. Ese es el futuro de mis días, ser un número. Mi presente está marcado por una cifra, un garabato: nunca seré el número uno en tus sueños. Me buscan los números inciertos. El de una cama de hospital. El de una lápida en el panteón de la tierra donde nacieron mis padres; el consecutivo número de un poema en la libreta donde registro mis extravíos. Soy el recuerdo de una voz en un número telefónico equivocado.
Fiestas de San Vicente
El estallido de lo cohetes busca los rayos del sol. Los pétalos de la flor del jicaco inundan las calles del pueblo. Suenan trompetas y tambores que anuncian la regada de frutas. Mujeres galanas pueblan avenidas y mercados, carros alegóricos y carretas que persiguen el ritmo de una música solar que atraviesa todo lo que alcanza. Allá marcha el pueblo, tras las fiestas de San Vicente Ferrer. Los adolescentes bailan al ritmo del pito y caja: el tamborcillo hace pases de redoble con su tenso cuero de venado; el caparazón barnizado de tortuga busca su origen de olor marino entre las jóvenes mujeres con su sonido agudo, herido, por el golpear constante de afiladas astas puntiagudas en la concha: suena el caparazón de la tortuga, llama a sexo y sueños, delirios donde toda civilización se rinde ante los seres inciviles que galopan en nuestra sangre.
La primavera llega a la región y la celebran las mujeres ataviadas con indumentaria de soles: negro sobre amarillo, rojo sobre verde. Ropas de mujer que recuerdan los bosques, jardines planetarios plenos de vírgenes pródigas. Las amazonas destacan. En la regada de frutas el caballo no es una bestia, es una rama que florece por los belfos.
Los niños cabalgan, generales. Las señoras sonríen desde la altura de sobrias mujeres montadas a caballo. Alegría total con largos tragos de cerveza mientras todos seguimos esta procesión singular de calores y colores. El mundo de la sinrazón navega libre en aguas de la razón. Tradición, costumbre le dicen a este andar en multitud, a plena luz del día, mostrando la alegría como una prenda de vestir y lucir. Sin pudor. Para que todos vean, para que todos hablen. Alegría solidaria y cohetes, popular. Dios y el Diablo beben cerveza en una esquina del mercado. Nadie protesta porque se detiene el tránsito de vehículos y viandantes. Todo lo contrario. Los conductores bajan de sus unidades y se ponen a darle gusto a la chancla en aquel pavimento de calores. Las risas y las voces del gentío son una nota más de esta música del pueblo en las fiestas de San Vicente Ferrer, el patrono.
Una casa en Ocotlán
Una casa para pintarla toda, sin que nadie proteste. Dejar el sentimiento de culpa sobre las vías del ferrocarril para que se marche donde mejor le parezca. Una casa para seguir los pasos de aquellos maestros y pintar nuestras botas gastadas sobre los altos muros de adobe. Una casa para pintarla toda. Muros altos. Dibujar la alegría en nuestra piel en la casa con ventanas de madera vieja y herrería de nuestra gente. Una casa toda para la pintura. Sin que nadie se enfade, sin reclamos de caras largas. Una casa para nuestro festejo. Una casa como un viaje. Los rieles del tren están ahí enfrente o los imagino.
Nadie escucha pasar por acá un tren. El hombre en todos los tiempos se ata al metal que resuena en nuestro nombre. Desde la era del bronce. Desde el tiempo de fuego frente a nuestro rostro. Ahí están los rieles de la vieja estación del ferrocarril donde cabecea su olvido nuestro amor de adolescente. Para evitar la ruina que sigue a todo lo creado por las manos del hombre esta casa donde nos acercamos a la pintura como quien se sumerge en una danza antigua, rupestre, que trepa por las escaleras y sube a las alturas de la dicha. Una casa hecha con piso de piedras de la playa de nuestro río, donde se repite la luna. Una casa con patio de piedras, un corredor para el paso del viento ligero de nuestros valles que nos traen noticias de un cielo azul y su procesión de nubes gordas.
Simona
Alguien menciona junto a mi persona el nombre de una mujer, Simona. Creo recordar. La mañana no es más que un capricho de adolescente con todo y lágrimas. Existo en el mundo poblado por toda una federación de espíritus que se mantienen en alerta ante mis pasos. El cuerpo que habito sólo es el recipiente de espíritus que nada tienen que ver conmigo. Perol del guiso diario. Puente que conduce al olvido, otro lado, a ninguna parte. Los espíritus que me animan aguardan pacientes la hora de mi llegada a la calle.
A una cantina; al barrio de mi infancia. Llego a los sitios de toda mi vida empujado por los deseos de los espíritus que me pueblan. Como en una película antigua, en blanco y negro y desfasada en su sucesión de cuadros por segundo me encuentro frente a un cuaderno. Escribo. Luego la imagen me muestra frente a un albo trago de mezcal.
Hasta no verte Jesús mío. Me veo caminando en los muelles del puerto. Por una calle que desconozco. En una playa en brumas donde algún desconocido se aproxima con familiaridad y pronuncia junto a mi persona el nombre de una mujer, Simona. Y el nombre me guía y me orienta como una bandera en la batalla en medio de aquel mar desconocido. Simona, repiten mis labios resecos. Simona, repite mi cerebro. Simona, el nombre de una mujer que no conozco.