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¿Y quién va a hacer la nueva Constitución de Oaxaca?
OAXACA, Oax. 29 de junio de 2014 (Quadratín).- Es indiscutible que la acción de los gobiernos y de sus gobernantes le es indispensable una vinculación de una idea del bien y de lo correcto, es decir, con la moral. No habría que olvidar que la primera obligación del gobernante es nutrir y conservar las fuerzas del Estado; institución que tiene por objeto garantizar el bien común y mantener el orden político y jurídico de la sociedad. Sin el Estado no se podría garantizar la libertad y la búsqueda de la igualdad entre los seres humanos. Para lograrlo es menester que los gobernantes sean eficaces en sus responsabilidades.
Una corriente de la teoría política opina que para que los gobernantes sean eficaces, es decir, lograr los fines del Estado a toda costa, no importarían los valores morales; para otros estudiosos, la acción de los gobernantes le es requerido estar dentro de los valores morales. Para mi entender, existen dos clases de valores morales, los privados y los públicos, ambos valores son de dimensiones distintas. No se puede actuar en el poder público con los valores privados, ni los privados con los valores de la acción pública. Vale el ejemplo del aborto para ilustrar la aseveración. Bajo valores privados nadie en su sano juicio puede estar de acuerdo con el aborto, sin embargo, si se convierte en un problema social y de salud pública, el gobernante, aun en contra de sus valores privados, deberá de reconocer la necesidad de no penalizar tal acción. La actividad del gobernante deberá estar dirigida, siempre, al bien público. No hacerlo se estará en el ámbito de la inmoralidad.
Ilustremos con algunos ejemplos que pasan en nuestra realidad: Bajo el criterio de la rentabilidad privada, el presidente Ernesto Zedillo enajenó los aeropuertos de la nación a favor de empresas privadas, por lo cual atentó a la seguridad de nuestro país, en una situación de guerra o de emergencia, México está en situación de vulnerabilidad. Este mismo presidente enajenó también a los ferrocarriles mexicanos a favor de los privados para luego ir de empleado de los mismos, estos dos casos son una inmoralidad de ese gobierno. Es también una inmoralidad de los gobernadores oaxaqueños privilegiar los intereses privados del sindicato de maestros a costa del interés público educativo de los miles de niños oaxaqueños.
La pregunta es: ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué estos gobernantes claudicaron de su deber público de preservar el bien público por encima del bien privado? Las respuestas a estos interrogantes se deben de buscar, a mi parecer, de la relación del ser humano con el poder político. En primer lugar, debemos de estar consciente que la búsqueda del poder, de la naturaleza que sea, es una tendencia natural del ser humano, no puede ser de otra manera; instrumentar la voluntad del otro nos es dado casi por naturaleza. Sentir que se tiene la voluntad de poder, mientras más poder, se es más poderoso y más sujeto a los néctares que trae consigo. El poder no transforma al hombre, simplemente hace florecer su verdadera naturaleza. Algunos hombres controlan muy bien esta pasión, otros, se vuelven locos.
No podemos más que estar de acuerdo con Jorge Sánchez Azcona, quien afirma: “El poder junto a la religión es una expresión que le permite al hombre, ir más allá de los límites que normalmente la vida le impone; al tener poder el individuo siente que trasciende, que su finitud se relativiza, que se afirma en su yo individual. Piensa que si logra tenerlo y ejercerlo pasa a formar parte de los selectos, de los escogidos, de los importantes” (Sánchez Azcona, Jorge. Ética y Poder. Edit. Porrúa, México, 1998, p. 29). Esta realidad del poder, hasta podría ser considerada aceptable y justificable, lo que no se vale es que a través del poder se trate de alcanzar fines particulares y no públicos.
Esta necesidad del reconocimiento, que le es inherente al hombre, lo obliga a enfrentarse a sus competidores los cuales buscan lo mismo. Se despierta la ambición por el poder, entra en una lucha salvaje, que sólo salen avante los más audaces; los capaces en el arte del engaño, del disimulo, de la apariencia, por mencionar algunas artes que menciona Maquiavelo, en donde la perfidia es tan natural, que político que no entienda esto es todavía un niño.
Por qué no decirlo, el poder es extraordinariamente seductor, embriaga, levita, muchas veces se convierte en enemigo de la razón. Estar en el poder, es estar en una alucinante escenografía en donde el sujeto del poder es el principal actor, de aquí que tiene mucho de verdad la idea de la política es un espectáculo. Esta escenografía es fácil identificarla, basta asistir a una reunión de políticos y observar la mesa de honor, por ejemplo. Evidentemente, el poder es un bien muy limitado, por ello, su obtención requiere de una lucha constante, compulsiva, hasta neurótica, por decir lo menos.
En la política se vive en dos mundos, la política entendida como la construcción de la sociedad ideal, en donde por la mañana soy pescador, por las tardes un laborioso productor de hortalizas y por las tardes un profesor de Ciencia Política, mis necesidades están cubiertas, todos vivimos por el todo, se abandonó el reino de la necesidad y entramos al reino de la libertad, parafraseando a Marx en su libro La Ideología Alemana. Los revolucionarios, los idealistas, así conciben a la política. Los realistas, como Mario Vargas Llosa, nos dice: “La política real, no aquella que se lee, se escribe, se piensa y se imagina—-la única que yo conocía—-, sino la que se vive y se practica día a día, tiene poco que ver con las ideas, los valores y la imaginación, con las visiones teleológicas——-la sociedad ideal que quisiéramos construir——–y, para decirlo con crudeza, con la generosidad, la solidaridad y el idealismo.
“Está hecha casi exclusivamente de maniobras, intrigas, conspiraciones, pactos, paranoias, traiciones, mucho cálculo, no poco cinismo y toda clase de malabares. Porque al político profesional, sea de centro, de izquierda o de derecha, lo que en verdad lo moviliza, excita y mantiene en actividad es el poder; llegar a él, quedarse en él o volver a ocuparlo cuanto antes. Hay excepciones, desde luego, pero son eso: excepciones. Muchos políticos empiezan animados por sentimientos altruistas—–cambiar la sociedad, conseguir la justicia, impulsar el desarrollo, moralizar la vida pública—, pero en esa práctica menuda y pedestre que es la política diaria, esos hermosos objetivos van dejando de serlo, se vuelven meros tópicos de discursos y declaraciones, de esa persona pública que adquieren y que termina por volverlos casi indiferenciables y, al final, lo que prevalece en ellos es el apetito crudo y a veces inconmensurable de poder. Quien no es capaz de sentir esa atracción obsesiva, casi física por el poder, difícilmente llegará a ser un político exitoso”(Vargas Llosa, Mario. El Pez en el Agua. Edit. Seix Barral, México, 1993, p. 90). Tal vez ya podemos explicarnos las decisiones de Ernesto Zedillo mencionadas en líneas anteriores.