
Reforma de maíz transgénico: ¿camino a soberanía alimentaria de México?
OAXACA, Oax. 5 de enero de 2014 (Quadratín).- Si bien es cierto que el gobernante le asiste el derecho y la responsabilidad de nombrar a sus colaboradores más cercanos, entre los que destacan los Secretarios de Estado o Ministros del gabinete. Sin embargo, hay una condición sobre este tema: que lo haga con plena libertad y con plena responsabilidad.
Ha sido notoria que esta condición no se ha cumplido. Al gobernante le condicionan los miembros del partido o de los partidos que lo llevaron al poder; los compromisos y sentimientos cercanos; los que financiaron la campaña y su equipo de trabajo que lo han acompañado en su carrera, por ello, es difícil que pueda designar a los mejores, capaces e idóneos ciudadanos para cada cargo.
Por lo anterior, la República y la sociedad sufren las consecuencias de esta realidad. Sería idóneo que los candidatos a los cargos de titularidad de los Poderes Ejecutivo, manifiesten en el proceso electoral, las personas que ocuparán los principales cargos de la administración pública. En algunos regímenes políticos, los parlamentos o los congresos tienen la facultad de ratificar los nombramientos de los principales puestos del gabinete, sin embargo, es notoria la corrupción sobre esta facultad, pues se establece una relación perversa entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. En algunos casos se ha informado de las grandes sumas de dinero que reciben los legisladores por ratificar las propuestas del gobernante.
Es indudable que los procesos de gobierno son fundamentales, lo son también, ni duda cabe, las cualidades de un buen gobernante.
Pero existe una especie muy peligrosa de funcionarios públicos que causan grandes males a la República y por ende, a los gobernantes, nos referimos a los cortesanos y a los aduladores. Este fenómeno es mal de todos los gobiernos y en toda la historia de los regímenes políticos. Vale la pena repasar, aunque someramente, lo que han expuesto los grandes escritores sobre el tema.
Para Isócrates (436-338 a.c.) es un deber del gobernantes, al designar a los colaboradores, no admitir amistad a todos lo que quiran sino únicamente los que congenien con él, ni tampoco habrá que nombrar a los amigos de diversión. Es necesario el examen y prueba minuciosa de las cualidades del designado.
Se debe preferir a los hombres de buen juicio, pues si se tienen dudas en el gobierno, es la persona idónea para deliberar. Es de sumo cuidado de distinguir los que adulan con arte, de los que con diligencia y cariño sirven; no sea que los malos se vean más premiados que los buenos, como regularmente sucede.
Para Aristóteles (384-322 a.c) el adulador es muy apreciado en dos regímenes: en la democracia y en la tiranía. En la democracia tenemos al demagogo, pues éste es el adulador del pueblo; en la tiranía, el demagogo tiene una conducta rastrera hacia el tirano. En la tiranía es amiga de los malos, pues los tiranos se gozan en ser, adulados. Los aduladores son esclavos de sus pasiones y jamás pueden ser hombres libres.
Para Teofrasto (374-287 a.c) la adulación es un comercio, un intercambio muy vergonzoso, pues es únicamente de provecho para el adulador. El adulador no dice nada, no hace nada por casualidad. Todas sus palabras y todas sus acciones son intencionadas, lleva siempre la idea de agradar a algunos y de predisponerlos a su favor.
Para Marco Aurelio (121-180 d.c) es fundamental elegir bien a los colaboradores, cuidar mucho de sus cualidades, así, saber de las actividades de uno, la reserva del otro o de la libertad de un tercero, y a tal cualidad de tal otra persona. Nada en efecto, produce tanta alegría como la imagen de las virtudes cuando se manifiesta en la conducta de un colaborador.
Para San Bernardo (1090-1153) para el gobernante, su probidad y virtud no pueden estar en seguridad, rodeada de maldades; del mismo modo que no lo está la seguridad del cuerpo teniendo cerca una serpiente. El adulador y al que habla siempre según el parecer de los demás y al gusto de ellos, se tiene que tener mucho cuidado. Al adulador maloso y al escorpión no hay que temerle nunca, frente a frente y por la cara, puesto que punza y envenena por la cola.
A los colaboradores, el gobernante no debe designar a los que desean y corren tras los cargos, sino a los otros, a los que lo temen y lo rechazan. A estos últimos habría que hacer lo necesario para que acepten la invitación del gobernante.
En este tipo de personas el gobernante puede descasar tranquilo, pues nunca los encontrará tercos o necios, sino por el contrario, se encuentran siempre llenos de modestia y comedimiento, no temen más que a Dios y no esperan nada fuera de él. No miran a los que traen en las manos los que llegan, si no a las necesidades que los traen.
Se declaran a favor de los oprimidos y juzgan con equidad a favor de los pobres. Se hacen notar por la rectitud en el juicio, por la prudencia en el consejo, por la discreción en las disposiciones que den, por el valor y energía de la acción y por la reserva y mesura en las palabras.
Se puede contar con ellos en el tiempo de la adversidad, pues los hallará el gobernante siempre atentos, como en la prosperidad y en los éxitos. Por el contrario, en los aduladores no se podrá encontrar ninguna de estas virtudes.
Para Erasmo de Rotterdam (1467-1536) el gobernante no quiera que sea lícito todo lo que se le antojare, como suelen inculcarle las mujerzuelas, los cortesanos aduladores. Debe instruirse de tal manera que no se le antoje sino lo lícito.
Aquello que en los otros es error, en el gobernante es delito. Debe ser más severo consigo mismo cuanto más indulgentes se te muestren todos. Deber ser un rigurosísimo censor de sí mismo, aun cuando todo mundo le aplauda. Debe saber que su vida está a la vista de todos, no se puede esconder.
Cuanto más numerosos fuesen los honores con que todos lo distingan, tan mayor es la ahincada vigilancia que debe poner para que no lo dispensen a un indigno. Así como en el orden humano no hay cosa más saludable que un gobernante sabio y bueno, también al revés, no puede existir cosa más pestilente que un mandatario necio y malo.
Para Tomás Moro (1478-1535) el gobernante no puede fiarse de los que callan por torpeza o por ineptitud, a muchos de ellos les hace falta recibir también el consejo de los demás; los que se creen inteligentes, siempre dan la razón, cuando se designan a opinar, a aquel de sus colegas por el cual esperan obtener, aplaudiéndolo, el favor del gobernante. En menoscabo de toda dignidad, aprueban ciegamente las más absurdas sandeces; estos parásitos no persiguen otra finalidad que la de ganar, mediante las más bajas y criminales adulaciones, la protección del primer favorito.
Para Francis Bacon (1561-1626); los hombres que ocupan cargos elevados son siempre esclavos del soberano o de la nación, de la opinión pública y de los negocios; de suerte que no son dueños de su persona, ni de sus acciones, ni de su tiempo.
Los grandes puestos se logran con grandes sacrificios, con rudos y penosos trabajos, todavía mayores si para alcanzar las dignidades hay que someterse a grandes indignidades. En los puestos muy elevados el suelo es resbaladizo, y lo peor es que sólo se puede descender de ellos mediante la caída o eclipse de nuestra estrella, lo que siempre es muy aflictivo.
Ocurre que no siempre hay probabilidad de retirarse cuando se desea y es más frecuente no desearlo cuando convendría.
Valgan estas reflexiones para tener conciencia de la importancia de los funcionarios públicos y de los males que los aquejan.