
Día de la niñez
Oaxaca, Oax. 28 de abril de 2013 (Quadratín).- Todo análisis sobre un régimen político deberá de partir de considerar a los hombres tal como son y no como deben ser. Esto nos lleva a la pregunta ¿Y cómo son los hombres? ¿Tenemos una naturaleza o no? Si la tenemos ¿Es única para todo el tiempo y circunstancias? O ¿Será histórica y de acuerdo a las propias circunstancias? ¿Hay una explicación teológica, científica y moral de la naturaleza humana? Por lo pronto Rousseau afirma, en las primeras páginas del Contrato Social, que existen los hombres tal como son a diferencia de cómo deben ser. Por lo tanto, todo régimen político deberá construirse a partir de cómo son los hombres para, a partir del derecho, construir tal como deben ser.
La legitimidad y permanencia del régimen político es la combinación entre los hombres tal como son y las leyes tal como deben ser. Esto implica que la elaboración de buenas leyes es un imperativo ético.
Partir de los hombres como son es considerar su estructura social que se deriva de esta realidad. Así también de cómo producen y del tipo de moral en que viven. La pregunta es que de las diversas explicaciones de los científicos sociales ¿Cuál ha sido la más precisa? ¿Será acertada la tesis de Aristóteles que algunos hombres nacieron para mandar y muchos para obedecer?
En este tema, una primera consideración que nace de Rousseau es la naturaleza libertaria del hombre: el hombre ha nacido libre, y sin embargo, vive en todas partes encadenado (Rousseau, Juan Jacobo. El Contrato Social. Editorial Porrúa. México, 1979. p. 3). Así es, en la sociedad funcionan las cadenas de la opresión.
El hombre nace libre pero tiene la imperiosa necesidad de vivir en un orden social que será base de todos los demás órdenes. La construcción del orden social no deviene de la propia naturaleza del hombre sino de su voluntad para crear la convención. Al ser un producto humano, el orden social implica, necesariamente, ser producto de razones, pasiones, justicias o injusticias.
Hay una diferencia entre un orden social y un orden político, así, la familia es el primer orden político que se tiene en la historia humana: la familia es pues, si se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, el pueblo la de los hijos y todos, habiendo nacido iguales y libres, no enajenan su libertad, sino en cambio de su utilidad. (Rousseau, Juan Jacobo. El Contrato Social. Editorial. Porrúa. México, 1979. p. 4).
De acuerdo a la cita anterior, Rousseau nos parece indicar que los órdenes políticos, implican para el hombre, una pérdida de su libertad para alcanzar la utilidad del caso. Sin embargo, se puede afirmar que la construcción de esa sociedad política implica la conservación de la libertad, siempre y cuando que entre los miembros haya plena voluntad de construir ese orden.
Entre el Estado y la familia, como sociedades políticas nacidas por convención, es decir, no son naturales, la recompensa del padre, nos dice Rousseau, es el cuidado que le prodiga a sus hijos, en cambio para el gobernante del Estado, es el placer del mando el que suple o sustituye este amor que el jefe no siente por sus gobernados. No quiere decir que un gobernante no pueda sentir amor hacia sus gobernados, pero lo que le impulsa el poder del Estado es el placer de mandar. Luego entonces, la diferencia entre un jefe de familia y el jefe de Estado radica, precisamente en que este último, predominantemente, siente el placer del mandato. Este mismo placer del mandato obliga a los gobernantes a buscar el beneficio de los gobernados, pues si en esto último no tendrían lo primero.
El gobernante puede ser un buen hombre, inclusive ir a misa todos los domingos, pero no puede negar su naturaleza: gozar del placer de mandar. Para los tristes ciudadanos, por el contrario, en su obediencia no hay placer, hay deber.
Al estudiar el problema de la obediencia, Rousseau inicia por el estudio de la fuerza. La fuerza es, por un instante, suficiente para obtener la obediencia, pero no para siempre y en forma constante, por eso, la fuerza deberá transformarse en derecho y la obediencia en deber. La transformación de la fuerza en derecho ha sido uno de los procesos más cuestionados de la humanidad. La fuerza no es solamente la física, sino también la ideológica, la económica y la cultural por mencionar algunos procesos que se derivan de la sociedad.
La magia de la transformación de la fuerza en derecho es la expresión más objetiva del dominio de los pocos hacia los muchos. El derecho de propiedad es el ejemplo más típico, cuando un hombre por la fuerza dijo esto es mío y lo constituyó en derecho, dio un vuelto extraordinario para la historia humana. La clave del derecho de la fuerza es convertirla de necesidad a un acto de voluntad, esta es la clave de todo gobierno. La legitimidad de mandar nace de la voluntad del gobernado y no de su sometimiento, es la clave del gobierno democrático.
De la voluntad del gobernado nacen sus exigencias de ser bien gobernado y por la gente idónea, mientras que los gobernantes hacen todo lo posible por evitar tal requerimiento: es la eterna lucha.
No existe pues, un derecho natural de mandar o de obedecer, todo ello implica convenciones que hacen los hombres entre sí. La argumentación de un supuesto derecho natural de fuerza, raza, nación, etnia, cultura o religión esconde la verdadera razón del dominio de tales hechos: el momento de la historia del dominio, así por ejemplo, el dominio hacia los pueblos indígenas por razones de superioridad étnicas no tiene justificación y legitimidad histórica, pues ha nacido de una convención de los poderosos.
En fin, este placer de mandar hace suponer a algunos gobernantes que pueden hacer lo que quieran, sin entender que por ello, ya rayan en la locura.