La Constitución de 1854 y la crisis de México
La pena de los pueblos
OAXACA, Oax. 29 de marzo de 2015.- Es muy común que los malos gobernantes ante una supuesta incomprensión del pueblo le profieren calificativos poco propicios, sin comprender que al pueblo, en sus manifestaciones y exaltaciones, más vale el silencio. Este silencio es el lenguaje del buen gobernante, pues queda al criterio del pueblo la interpretación de tal lenguaje.
Con la experiencia de gobierno, se llega a comprender que todo crece con el tiempo; las responsabilidades, las habilidades, la complejidad de los problemas, los recursos para la atención de los mismos, etc. Sin embargo, la pena del pueblo ha sido constante en toda la vida, ni crece ni decrece, ahí está siempre.
Es la maldición de los gobiernos, cualquiera que sea naturaleza. Por eso los antiguos filósofos, no quitaban el dedo en el reglón de que la felicidad del pueblo es el objetivo último de los gobiernos. En toda la historia de los gobiernos, que se sepa no ha existido un pueblo feliz por mediación de su gobierno.
Si la pena de los pueblos siempre ha sido de la misma dimensión y la felicidad del pueblo es el objetivo principal de todo gobierno, en el proceso de la praxis gubernamental, los gobernantes se preocupan más por el contenido del mensaje que por el carácter del mensajero. Esto quiere decir que si tenemos claridad de los objetivos del gobierno y de sus limitaciones, tenemos que atender, con especial interés las estructuras y funciones que hagan posible tales objetivos y disminuyan las limitaciones existentes.
De la manera de la organización gubernamental habla mucho del carácter del gobernante. Uno inseguro, regularmente concentra las decisiones en su persona, por lo que entorpece la buena marcha de la administración; el que actúa con liberalidad, deja en manos incompetentes las grandes decisiones gubernamentales, la conseja nos habla de equilibrio entre lo uno y lo otro.
Si hacemos el análisis de los grandes gobernantes, equilibraron la ciencia de la administración con el carácter de los tiempos y las necesidades del momento. Entender el carácter de los tiempos es don de gobierno. Por esa razón, a manera de ejemplo, en un régimen democrático, cuando el gobernante quiera pasar desapercibido por la opinión pública, el mejor método para hacerse invisible es hablar.
Por otro lado, no hay peor gobernante que el que se cree bueno. La petulancia es un mal para los gobernantes, el creerse el mejor, pierde perspectiva, momento, capacidad y prontitud de respuesta, su autovaloración raya en la subjetividad, no tiene capacidad de cambio. En consecuencia, el buen gobernante es el más humilde, pues siempre está a la expectativa, a la visión de largo aliento, a la respuesta más inmediata, a la superación día con día para ser merecedor del título de gobernante.
Es de buen consejo que los gobernantes, en la titularidad del poder, duren poco tiempo, pues los aspirantes son muchos y su presión constante; todo acto de prolongar la duración de los mismos esconde un deseo nada democrático. Los alegatos a favor de la prolongación son de índole de eficacia de gobierno, sin embargo, desde el primer día se nota la capacidad de cualquier gobernante, no habría que prolongar la ineptitud. En todo caso, la soberanía del pueblo debe decir la última palabra, parece ser lo más prudente.
En nuestro tiempo, cada día se evidencia la distancia entre gobernantes y el pueblo. En las primeras épocas de las revoluciones burguesas, se pensaba que no debería haber diferencia de linaje alguna. Las diferencias de hoy son preponderantes, de tal suerte que ser un alto funcionario es adquirir un nuevo linaje, sin embargo, el gobernante jamás entenderá que su supuesto linaje acaba en él mismo, mientras que el linaje del pueblo inicia con el pueblo mismo. Asimismo, el gobernante es una mancha para cualquier tipo de linaje, esta es una verdad para cualquier tipo de régimen, incluso en las dictaduras.
La diferencia entre gobernantes y el pueblo puede ser incluso grotesco en sus particularidades, así un día de tantos, un gobernante y un hombre del pueblo fueron asaltados en el camino, el gobernante pensó: ¡Hay de mí si me reconocen! Mientras que el hombre del pueblo pensó, por lo contrario: ¡Hay de mí si no me reconocen! Para creerse la paradoja.
Al enfrentarse a los opositores de su gobierno, el gobernante no puede ver con los mismos ojos a todos, habría que tener en cuenta sus diferencias mediante un buen análisis. Los adversarios inteligentes son de acuerdos duraderos o de desacuerdos con base en principios que en intereses mezquinos. Con ellos existe diálogo, argumentación, prevalecen los intereses nacionales que los particulares.
En cambio, con los opositores poco inteligentes, cuya necedad les atraviesa de lado a lado su conciencia; prevalece la amenaza, el insulto, la consigna en vez de la reflexión, el interés particular, la medición de fuerzas y no el diálogo. Con ellos no se pacta, se ejerce la autoridad y si este no bastase, se ejerce el poder. Porque si bien al hombre natural le faltan garras para defenderse y grueso pelaje para resguardarse de los fríos de los crudos inviernos, tiene la capacidad necesaria para gobernar a los que muestran esas garras y muestran el grueso pelaje de sus oscuros intereses.
El buen gobernante es posible decir de él como aquél “cuyas acciones y vidas no dejan cuestión en cuanto a su honor, sentido de la justicia y generosidad, tanto de hecho como de pensamiento; que tiene el coraje de vivir según sus principios y que están libres de avaricia, intemperancia y violencia”(Grayling, A. C. El Buen Libro. Edit Ariel. España, 2012, p. 65).
Para Grayling, no existe separación entre vida pública y vida privada del gobernante, es uno en todo momento, no será posible aceptar el enunciado de virtudes públicas y vicios privados, la persona es una y así debe actuar. El gobernante debe ser una persona honorable, es decir, ser de reconocimiento público, el honor no tiene un acento privado, tiene por el contrario el acento de lo público. Todos los principios de actuación del gobernante son incompletos, poco profundos, ineficaces, sino se acompañan con acciones de justicia: actuar con igualdad entre los iguales y con desigualdad entre los desiguales, esta es la cuestión fundamental de la justicia.
Ser generoso en el sentido de actuar con justicia, incluso vivir siempre con esta generosidad, ser generoso está lejos de la acción caritativa, que tiene un sentido más religioso que político. Vivir con los buenos principios de gobierno y como ser humano habla bien de un hombre que dirige a un pueblo, en donde la avaricia, la corrupción, la desfachatez, la ignorancia, la petulancia, la ineficacia están ausentes.
El mundo moderno vive ausente de estos buenos gobernantes, hoy prevalece, en la cultura, en la academia o en las escuelas de gobernantes, el cálculo, el ganar a toda costa, la falta de principios, incluso los de eficacia; la satisfacción de los poderosos en una práctica cínica de gobierno, en donde por la gobernabilidad es posible arreglar las cosas a costa de la eterna pena de los pueblos.