Yucatán y el país
MÉXICO, DF, 26 de mayo de 2015.- El caso de los cuatro adolescentes y un niño que torturaron y asesinaron al pequeño Cristopher Márquez Mora en Chihuahua ha causado polémica y conmoción. Como es evidente, resulta sumamente difícil aceptar que niños y niñas sean capaces de cometer actos de esta naturaleza y, tal como ocurrió en el caso de otro adolescente hace unos años en el estado de Morelos —Edgar N. conocido públicamente como El Ponchis— ocasiones como estas generan debates sobre si el sistema de justicia penal de adolescentes es suficiente para ofrecer soluciones a problemas de esta índole.
El debate suele reconocer varias posturas, desde las que plantean explicaciones de tipo psicologísta —que ponen el énfasis en una probable psicopatología de los autores del hecho— hasta aquellas otras que parecen asumir la existencia de la maldad como una característica intrínseca de los seres humanos.
Las primeras han alimentado la idea de que para enfrentar el delito violento de adolescentes, sería necesario indagar la individualidad del caso para determinar tratamientos que funcionaran para readaptar una personalidad que se asume como enferma o desviada.
Para estas posturas, el sistema penal y la privación de libertad funcionan como contención mientras los especialistas realizan su labor readaptatoria. Del otro lado del debate, de modo radical se piensa que para quienes realizan actos de la brutalidad de los que hemos conocido en el caso Chihuahua, no hay readaptación posible y, dada la prohibición constitucional de la pena de muerte, lo mejor que se puede hacer es encerrarlos por el mayor tiempo posible para que no lastimen mas a la sociedad.
Ambas posiciones adolecen, sin embargo, de un problema: en ambos casos la responsabilidad es colocada por entero en la persona que delinque, como si esta estuviera aislada por entero del entorno en el que vive. No obstante, es altamente probable que la mayoría de las personas —académicos, juristas, especialistas y gente en general— se sitúen en uno de estos polos y creo que en el fondo, ello tiene que ver con la comodidad que nos supone asumir que quien actúa de ese modo es distinto a nosotras y nosotros, gente normal, respetuosa, decente y moral.
Por ello, ante casos como estos, conviene preguntarse ¿hasta donde es posible que como sociedad hayamos contribuido para que un grupo de niñas y niños desvalore tanto la vida?. ¿En qué medida la privación económica y social de muchos de nuestros entornos genera espacios donde la aspiración a una experiencia de legalidad y respeto a los derechos es simplemente un imposible?
Aventuro la idea de que, en condiciones de depresión económica y social, los umbrales de tolerancia moral, eso a lo que Freud se refería como Superyo, se ven sujetos a condicionamientos tales que los hacen demasiado laxos, inmunes a la amenaza de un castigo que de algún modo ha sido adelantado por la pobreza, la incapacidad social para construir solidariamente un interés publico que se haga cargo de ella y de quienes la sufren, y el abandono a la ley del mas fuerte.
En 2005, esa convicción motivó la reforma constitucional que creó el sistema de justicia penal para adolescentes, una enmienda que tuvo lugar en el texto del artículo 18, pero que no permeó ni a las instituciones que debieron ponerla en marcha, ni a los operadores responsables de ello, ni a las prácticas que debieron resignificarlo.
En aquel momento se hizo hincapié en que el sistema de justicia penal no podía hacerse cargo de los déficits que, en la protección y garantía los derechos económicos, sociales culturales y ambientales en los que debe realizarse el interés superior de la infancia, ha producido el desentendimiento histórico del estado respecto de los derechos de niñas, niños y adolescentes. Y que ni las penas mas largas podrían compensar los daños que estos déficits han producido, producen y producirán en la tarea de formar ciudadanos y ciudadanas responsables y solidarios.
Por eso es insensible e insensato pedir penas mas altas; por eso es ignorante pensar que el sistema de justicia penal de adolescentes es una solución a la delincuencia juvenil y por eso es egoísta asumir que el resto de la sociedad no ha tenido nada que ver. El hecho es una tragedia con numerosas víctimas, incluidas desde luego, las y los propios victimarios.
La pregunta entonces tendría que ser ¿qué vamos a hacer todas y todos para que una tragedia así no vuelva a ocurrir?