Coahuila y la paz
MÉXICO, DF. 10 de octubre de 2014.- ¡Ahora, señores, termina el teatro y comienza la vida!, exclamaba el maestro Hugo Gutiérrez Vega cuando, allá por los finales de los 50, presentaba una obra teatral de aquellos maravillosos “Cómicos de la Legua”, fundados él, indicando que la vida real era una obra de teatro y la actuación de los actores en el escenario era realmente la vida.
Pues este gran teatro –que no puede llamarse vida para la mayoría de los más o menos 120 millones de mexicanos – está presentando, y ya desde mucho, una tragedia que ni los grandes de la literatura griega – Esquilo, Sófocles o Eurípides – hubieran concebido.
El escenario, o los escenarios mexicanos, son nebulosos, diabólicos, con olor a flores de cementerio, y los actores no saben hacia dónde moverse, ni qué decir, ni qué improvisar, menos el libreto de la obra.
Y los directores de este gran teatro, escritores, adaptadores, directores de escena, tramoyistas, apuntadores, andan tan perdidos, como Caín, el hermano asesino, condenado según la leyenda, a nunca morir, a siempre vivir por lo siglos de los siglos amén, en este valle de lágrimas, como castigo por el asesinato de Abel, el protegido y consentido de las divinidades.
Peligra la república, si podemos darle vida a ese latinajo que todo el mundo académico y político emplea, pero que per se no significa maldita sea la cosa. Pero digamos que la república somos usted y yo y todos los seres humanos que nacemos, crecemos, amamos y morimos en esta tierra de volcanes, tan diversa y a la vez tan provinciana.
La bomba que puede estallarle en las manos a la clase política y a la empresarial está incubándose en el corazón individual y colectivo de legiones de jóvenes con un presente de miedo y con un futuro en el que sólo pueden estar seguros de la muerte, y muerte de cruz, porque en este espacio todos los que mueren, hasta los que no morían antes, mueren crucificados.
No hay oportunidades, no hay empleos remunerados, no hay educación generadora de genialidades, no hay comunicación que es lo peor, hay mucho ruido y muchas palabras ficticias, inexistentes, fantasiosas.
Los jóvenes de este país caminan, generalmente, con los oídos tapados por unos audífonos de música estridente, porque no ven luz ni palabras o música amables en su caminar. Salieron del vientre materno a recorrer un mundo sin sentido, sin final, o con un final infeliz, como el de la tragedia de Esquilo, de Sófocles o de Eurípides, que desnudaron el alma de quienes en vez de ser actores de su vida, son arrastrados por un viento.
Pero los directores de obra, o sea la clase gobernante, no acaba de darse cuenta de que este gran tumor está lleno de pus que puede estar a punto de estallar.
No encuentran el modo, el método para desactivar la bomba. Los explosivos sociales no pueden jamás desactivarse ni con la represión ni con la demagogia.
La represión sólo causa muerte, dolor y lágrimas. A la demagogia nadie la cree, como ese acto mediático del secretario Osorio Chong, con las manifestaciones de politécnicos. Burda y simplona comedia, que fue absolutamente rebasada por la ejecución de presuntos criminales rendidos en Tlatlaya, o la desaparición y asesinato – crimen de lesa humanidad – del medio millar de muchachitos estudiantes normalistas en Iguala.
Estos son los capítulos más duros, más graves, más dolorosos, de este acto de la obra de teatro. Pero, cuidado, esto se pondrá rojo como un carbón encendido; puede convertirse en un drama, al estilo Shakespeare, si los directores no entran en razón.
Crear, ya, ya, ya, una “cruzada nacional contra el desempleo”, activando la economía para satisfacer la demanda que presenta la juventud de este país. De paso, le recetarían un golpe mortal a las bandas del narcotráfico y el crimen organizado y a sus protectores o padrinos de entre la clase política.
Pero… pero estas palabras sólo resultarán buenos deseos del escribidor. En este país la clase política no es capaz ni de entenderse a sí misma. Imagine si va a entender y explicar el gran teatro de la quasi vida de millones de mexicanos.
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