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MÉXICO, D.F. 1 de octubre de 2013 (Quadratín).- Empezaba a anochecer mientras contemplaba la multitud desde una avenida que daba a la plaza.
“¡El ejército! ¡El ejército!”, empezó a gritar la gente desde los edificios cercanos. Entonces vimos que entraban en la plaza pequeños vehículos blindados y soldados con rifles. Saqué a mi hijita y a mi esposa de allí y nos refugiamos en un edificio próximo.
Cuando nos íbamos, un helicóptero sobrevoló la zona y lanzó una bengala. Y ahí comenzaron los disparos.
A primera hora de la mañana siguiente regresamos a la Plaza de las Tres Culturas, en la zona de Tlatelolco de Ciudad de México, y vimos los montones de cinturones y zapatos apilados. En el suelo continuaban los charcos de sangre, y en las columnas de cemento que había en torno a la plaza había agujeros de balas a la altura de los ojos.
En aquella época yo era profesor universitario y había ido allí a ver a mis alumnos, que estaban en huelga, siguiendo la estela de las protestas de 1968. Pero las repercusiones de la protesta y la brutal represión se convertirían en una lección de impunidad para todos nosotros.
Esa es mi experiencia de lo que dio en llamarse «matanza de Tlatelolco». Aunque han pasado 45 años, ese 2 de octubre es un día que nunca olvidaré.
Y es también una fecha que continúa siendo un punto de referencia para las violaciones de derechos humanos que se siguen cometiendo en México.
Hay pocos casos de impunidad tan flagrantes y escandalosos como la masacre que se cometió en la Plaza de las Tres Culturas. Sigue habiendo cientos de supervivientes (es decir, de testigos). Aún viven centenares de soldados y miembros de las fuerzas de seguridad que participaron en la matanza, y se conocen los nombres de quienes eran sus jefes aquel día. El entonces presidente Díaz Ordaz incluso aceptó la responsabilidad jerárquica por lo sucedido.
Y, sin embargo, ni una sola persona ha sido juzgada y condenada por participar en la matanza: una injusticia intolerable.
Este mes de octubre se cumplen 36 años desde que empecé a trabajar para Amnistía Internacional, luchando, junto con otras muchas personas, contra la impunidad en América y en otras partes del mundo. A lo largo de estos 36 años he visto, de Guatemala a Perú, a Argentina y a Chile, cómo ha empezado a caer el muro de la impunidad por las violaciones de derechos humanos cometidas en el pasado.
Pero no en México.
Para mí, para las personas que sobrevivieron, y para la sociedad mexicana, Tlatelolco seguirá siendo una herida abierta mientras no se garantice verdad, justicia y reparación para las víctimas de ese infausto 2 de octubre de hace 45 años.
Creo firmemente que la impunidad por lo ocurrido en Tlatelolco da alas a la impunidad actual.
“¿Por qué, por qué, por qué?” Me lo he preguntado miles de veces.
Creo que la respuesta radica en una característica fundamental del sistema político mexicano y en varios aspectos secundarios.
Desde la independencia, en este sistema ha imperado la figura del presidente de la República, un dominio que se volvió aún más férreo tras la Revolución.
Como consecuencia, en 1968, la figura del presidente se veía como alguien todopoderoso e intocable, que ejercía un poder absoluto sobre todas las instituciones del Estado. Sin ser un dictador militar, el presidente Díaz Ordaz tenía tanto poder como el general Augusto Pinochet, el dirigente militar de Chile, o incluso más.
En México, cientos de personas fueron víctimas de tortura y desaparición forzada a consecuencia de la estrategia de contrainsurgencia del gobierno de Díaz Ordaz, que perseguía a los activistas políticos, y no sólo a los grupos armados de oposición que actuaban en varias zonas del país. Las víctimas de estas graves violaciones de derechos humanos quedaron totalmente abandonadas a su suerte.
Según una norma no escrita, el presidente Díaz Ordaz podía designar a su sucesor. Dos días después de la matanza de Tlatelolco, su ministro del Interior, Luis Echeverría -–directamente implicado en los homicidios–, se convirtió en presidente. Esa decisión consolidó la impunidad, y los gobiernos posteriores del Partido Revolucionario Institucional (PRI) la confirmaron al impedir la rendición de cuentas.
Hubo que esperar al fin del gobierno del PRI, en 2000, y la toma de posesión del presidente Vicente Fox para que las víctimas y la sociedad pudiesen albergar ciertas esperanzas de que por fin se fuese a iniciar una investigación seria sobre Tlatelolco y otros graves abusos cometidos en esa época. Incluso se designó a un fiscal federal especial para que la llevase a cabo. Pero, al final, no ocurrió nada; los perpetradores continuaron gozando de inmunidad.
La sensación de que los funcionarios públicos responsables de graves violaciones de derechos humanos tienen garantizada la impunidad ha ensombrecido la vida mexicana. Hoy en día, las personas desaparecidas ya no son activistas políticos ni miembros de grupos guerrilleros de izquierdas. Cualquier persona corre peligro de ser víctima de desaparición forzada o tortura si se encuentra en el lugar y el momento equivocado.
En los últimos años, el número de informes de tortura y desapariciones forzadas, incluidos los casos de Nuevo Laredo en agosto de este año, ha ido aumentando rápidamente. Los indicios apuntan a que la policía y las fuerzas de seguridad son responsables de estas graves violaciones de derechos humanos. Pero no se piden responsabilidades a nadie, y sistemáticamente se hace caso omiso de las víctimas y se desdeñan sus reclamaciones. ¿Les suena?
Las violaciones de derechos humanos siguen siendo una parte habitual de las operaciones relacionadas con la seguridad pública, porque las autoridades hacen la vista gorda y se niegan a erradicarlas.
Así pues, se puede trazar una línea directa entre la ausencia de verdad y justicia por la matanza de Tlatelolco y las violaciones de derechos humanos que se comenten actualmente.
México ha sufrido 45 años de impunidad. Si las autoridades no actúan para ponerle remedio, la impunidad continuará extendiendo su veneno.
Enrique Peña Nieto tiene ahora la oportunidad de decidir si es otro eslabón de la cadena de la impunidad o el presidente que acabe con ella de una vez por todas.
(Texto distribuido por Amnistía Internacional)