Si erradicamos los prejuicios e ignorancia que existen sobre el “otro”, podemos comprender su manera de ver el mundo. Quizá no sea mejor que la nuestra, pero no podemos partir de que no lo es. Seguro que encontramos muchas cosas valiosas para compartir.
La fuente de muchos divorcios nace de una situación en la que ambos toleran durante años actitudes que luego acaban por no soportar. La única manera de construir una convivencia es a través del diálogo y de pequeñas concesiones que faciliten la armonía.
Se nos ha impuesto la tolerancia hasta niveles absurdos. ¿Se puede tolerar la pena de muerte porque tenemos negocios con esos países? ¿Podemos tolerar que muchos de los países miembros de la ONU no respeten los derechos fundamentales del hombre?
El mundo iría mucho mejor si, en lugar de tolerar las opiniones de los otros, buscásemos espacios de encuentro entre todas las posiciones para encontrar un camino común.
La defensa de la tolerancia es otro ejemplo más de la primacía de lo individual sobre lo común a todos los seres humanos. Supone una posición de poder en la que una persona “permite” a la otra manifestarse, expresar sus pensamientos. Se trata de un paso intermedio entre el absolutismo de pensamiento y la verdadera libertad de expresión. Un camino para la convivencia consiste en construir espacios de encuentro en donde compartir saberes y experiencias.
El problema de primar la tolerancia en las relaciones humanas aparece en las situaciones límite. En el momento en el que existe un problema, todas estas cosas que se permiten pero que no se consideran lícitas, salen a la superficie en forma de confrontación. De ahí que asistamos a guerras de religiones, de ideologías, de etnias, del color de la piel, y hasta de culturas.
Tolero que mi vecino del sexto lleve turbante, aunque no me gusta. Acerquémonos a nuestro vecino para preguntarle qué significado tiene para él. Quizá así descubramos que sólo es una forma de sujetarse el pelo, igual que muchos utilizan moño.
Asistimos a reuniones internacionales en las que los grandes escuchan las opiniones del resto, toleran con respeto lo que tienen que decir, para después exigir que hagan lo mismo con las suyas. Quizá si no se le “tolerase” tantas veces a EEUU que siga sin firmar el Tratado Antiminas, los Acuerdos de Kioto, los Derechos del Niño, el Tribunal Internacional, el mundo iría mejor. ¿Es que se puede tolerar que niños de menos de 8 años trabajen 14 horas diarias? ¿Es permisible que miles de personas se mueran porque no pueden pagar medicamentos sujetos a patentes? No se puede ser tolerante con la corrupción o mirar para otro lado por razones comerciales o políticas.
Son cada vez más las personas que ensalzan la tolerancia como bandera de la convivencia. Según la Real Academia, tolerar consiste en sufrir, llevar con paciencia, permitir algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo expresamente. Si partimos de esta situación de superioridad, nunca llegaremos a un entendimiento fructífero. Porque sin el “otro” no sabríamos quienes somos. ¿Cómo sabría el uno que es uno sino fuera por el dos? De ahí la importancia de saber acoger al otro.
(Texto proporcionado por el Centro de Colaboraciones Solidarias CCS)
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
Twitter: @GarciafajardoJC