Ignacio Ovalle: ningún cargo público, pero sí protección
MADRID, 28 de febrero de 2015.- El moribundo al que le comunicaran la noticia de que le ha tocado la Lotería, sonreiría melancólico. Los adolescentes suelen sentirse invadidos por una intensa alegría cuando reciben el más insignificante de los halagos. En medio, las diferentes edades componen una variada paleta de colores en cada uno de los cuales encontramos una manera propia de reaccionar ante cuanto de bueno nos va ocurriendo de lo que acaso podría denominarse un color universal. No perdamos de vista los dos primeros ejemplos. Porque en su exageración ilustran sobre la eficaz presencia en todos nosotros de un mecanismo, de un dispositivo estructural, con el que administramos nuestras expectativas, deseos y horizontes de futuro en general.
Se equivocarían quienes redujeran todas las diferencias a una dimensión sólo cuantitativa, como si los cambios que, con la edad, se van produciendo en las referidas actitudes de los individuos tan solo estuvieran en función del volumen de tiempo vital disponible por parte de cada uno. Pero desde un punto de vista material todos estamos en tiempo de descuento desde el instante mismo en que nacemos.
Llega un momento en el que las personas tienden a dejar de hablar de la vida en general como un ámbito abierto, indefinido —cosa que hacían cuando se referían a la vida que tengo por delante— para pasar a utilizar una expresión de contenido distinto: lo que me quede de vida. El detonante del cambio puede ser une enfermedad seria, la jubilación, la pérdida de un ser querido… Lo importante no son tanto esas realidades en sí mismas como la interpretación que de ellas hacemos y la forma en que reaccionamos.
El historiador francés François Hartog ha propuesto una categoría, la de régimen de historicidad, que tal vez podría resultarnos de utilidad. Un régimen de historicidad es el modo particular en que se articulan las tres categorías temporales: pasado-presente-futuro. Es la manera de construir el tiempo que tiene cada sociedad según sea la preponderancia de una de estas categorías por encima de las otras. Lo que vale para una sociedad vale también para los individuos, y que en la conciencia de estos resuena la forma en la que la época que les ha tocado vivir tematiza la temporalidad.
Lo característico del régimen de historicidad de las sociedades contemporáneas es el dominio del presente. El presente ha terminado por devorarlo todo. El pasado es visto como un país exótico al que nunca visitarían como una realidad con la que identificarse ni de la que aprender. ¿Y qué decir del futuro, del que, desde que la cultura punkie lo diera por muerto (no future) no ha hecho sino acrecentar su condición de tiempo de amenazas, cuando no de catástrofes, y del que conviene mantenerse alejado o retardar al máximo su llegada?
Los efectos de la resonancia de este esquema sobre la conciencia de los individuos resultan devastadores. Pero tanto las evocaciones más reconfortantes como los más positivos anuncios o promesas adquieren su correspondiente carácter sobre el trasfondo de una visión de lo pasado y de lo venidero que los carga de sentido. ¿Cómo entender la satisfacción de quien cree haber realizado lo correcto sino como su adecuación al plan de vida que le parece deseable? Y ¿qué es lo que provoca que nos colme de ilusión una determinada buena noticia sino el hecho de que la consideramos como síntoma de un futuro mejor, tal vez repleto de éxitos y de felicidad?
De ahí que el amor haya acabado siendo tan disfuncional. Porque el amor impugna la obsolescencia del pasado que intenta imponer por decreto el presentismo. Pero el amor se proyecta hacia el futuro con una fuerza casi inhumana (de hecho, la incapacidad del enamorado de imaginar el final de su amor, así como el consiguiente te querré siempre, resultan consustanciales a la experiencia amorosa).
La abrasiva esterilidad del presentismo se reconoce en múltiples momentos. Así, el sexo será mero alivio —apresurado desahogo— o privilegiada oportunidad de tocar el cielo con las manos en función del marco global de sentido en el que se le inscriba. Pero cuando dicha esterilidad se hace más evidente es cuando se proyecta sobre el pasado. Recuerdo la atrevida insolencia, con el consuelo que algunas personas encuentran en la evocación de la felicidad pretérita, “que me quiten lo bailao”.
El que ha amado intensamente deja un rastro de amor. Y esa alegría por lo sentido es inefable. Esto es lo que significa que el amor posee una inmensa capacidad de revelación: que el amor derrama luz y verdad sobre todo el tiempo de quien lo vive.
(Texto proporcionado por el Centro de Colaboraciones Solidarias)
Manuel Cruz
Catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona