Cortinas de humo
OAXACA, Oax. 18 de enero de 2015.- Cuando Nicole perdió a sus padres era una niña, el dolor psíquico, se hizo presente, de manera gradual, pero avasalladora, terrible.
La maletita con su ropa, su abriguito morado, sus gorros y sus calzones de olanes, desaparecieron al tercer día de llegar a una casa cuya familia no tenía nada que ver con la educación que sus padres con tanto esmero le habían prodigado.
El dolor fue creciendo al paso del tiempo, porque la orfandad es un proceso de desamparo, que deja huellas y cicatrices a lo largo de la vida, cuando el que la sufre durante su infancia, no encuentra el refugio para su pérdida.
Así que conforme fue creciendo y se dio cuenta de lo que pudo ser su vida, de los besos que se perdió, de los abrazos que nunca recibió, de las graduaciones y calificaciones que no compartió con nadie, de los cumpleaños que nunca festejó, se manifiestó en toda su escala el dolor afectivo, y también el dolor físico, por castigos inmerecidos y trabajos arduos, pero éste causado por heridas exteriores en la carne, no alcanzaba los límites de la separación que nos genera desgarramiento, y a veces odio y angustia.
Siguiendo a J.D. Nasio, a diferencia del dolor corporal causado por una herida, el dolor psíquico sobreviene sin lesión tisular. El motivo que lo desencadena no se localiza en la carne sino en el vínculo entre aquel que ama y su objeto.
Porque más allá de todo, Nicole se percató de cuán valioso es tener una familia; anhelaba aquello que le fue arrebatado, porque cuanto más se ama, más dolor.
Ana, perdió a su esposo, cuando ya tenían tres hijos.
Antes del accidente, les iba bien porque los dos trabajaban como comerciantes, sin embargo al regresar una mañana con la fruta que venderían ese día, el camión se volcó y él murió.
Han pasado 12 años, ella se presenta a consulta y dice que sus hijos están mal, Diego tiene 16, Anita tiene 14 y Raúl tiene 12, todos tienen problemas, pero Diego le preocupa mucho porque es muy rebelde y toma mucho a pesar de su corta edad, ella lo enfrentó y Diego confesó que cuando tenía 8 años, su primo lo había violado.
Ella está más enojada que nunca con su esposo, y así me lo hizo saber en la consulta porque refería que no contaba con su apoyo. Le pregunte que ¿por qué? y ella dijo, es que él se fue…
¿La abandonó? Le pregunto yo; y me dijo si, ¿hace que tiempo? 12 años, me dijo; yo estaba embarazada de Raulito.
¿Y sabe dónde está ahora? le dije, y contestó: no, no sé.
Ana permanece congelada, en una representación coagulada su duelo se ha eternizado en un estado crónico que la paraliza, y si no pide ayuda, quizá hubiese durado toda la vida.
Es un ser desarticulado y desarraigado por un dolor que se ha vuelto crónico.
Ana ama ese ser que ya no está pero que sigue viviendo dentro de ella, lo ama como nunca lo había amado antes, y al mismo tiempo sabe que él jamás retornara, lo que la hace sufrir no es la pérdida del ser amado sino continuar amándolo más que nunca, lo ha perdido irremediablemente y la real ausencia definitiva es una escisión tan insoportable, que a menudo se trata de reducir no moderando el amor, sino negando esa ausencia.
Naomi y Rómulo tuvieron 4 hijos, tres mujeres y un varón, Vivían acomodadamente, sus dos primeras hijas se casaron, y solo vivían con ellos Marquitos de 27 años y Sofía de 20, Marcos trabajaba, ya era arquitecto, pero una funesta noche, salió con sus amigos y murió atropellado cuando manejaba su motocicleta.
Naomi, era el dolor en persona, no se trataba de alguien que sufría, era la imagen viva del dolor, ella había llegado a ese límite, entre la cordura y la locura, dolor que no lograba llegar al duelo durante más de 10 años, porque el trabajo del duelo consiste en reconocer que el otro ha muerto en el mundo exterior y que está vivo en nuestro interior, esta aceptación requiere de tiempo, es probable un año, quizá dos, porque tenemos que repasar y vivir todo el ciclo, con las cosas que hacíamos con esa persona, ahora sin su presencia.
Saber que llega el cumpleaños y ya no está, que la silla que ocupaba en nochebuena está vacía.
Ahora en esas fechas cambiamos las acciones, hacemos ritos o rutinas que ayudan porque estos nos hacen saber que la persona sigue en el interior del doliente, ir al panteón, pensar en el ser amado los días que celebrábamos algo, la Navidad sin él, o las fechas memorables.
El duelo no es otra cosa que una redistribución muy lenta de la energía psíquica hasta entonces concentrada en una única representación que había llegado a ser dominante y ajena.
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