De esas 630.000 personas, más de 160.000 viven solas. A esa soledad objetiva se suma otra más personal, más íntima que dilata el tiempo sin compañía y hace que las noches sean eternas.
Las horas transcurren en casas llenas de fotos y de recuerdos, interrumpidas por visitas ocasionales de algún familiar o amigo. Pero los años van debilitando esos vínculos. Cuando no tuvieron hijos, como ocurre muchas veces, los pocos familiares son lejanos. Las relaciones entre vecinos son inexistentes.
Pero incluso cuando tienen hijos, nietos y otros familiares cercanos, puede producirse no sólo una sensación de soledad y de aislamiento por la pérdida de facultades y por las cada vez menos frecuentes salidas de casa, sino también una sensación de abandono. Las visitas no llegan, el teléfono no suena. La vida en la ciudad, las responsabilidades y las distancias se interponen. Pero también las “broncas” y unas relaciones que se deterioran con los años cuando unos no asumen su nuevo papel en la familia y otros apartan a los mayores; cuando no se perdonan rencillas o “deudas” del pasado. No hay mayor evidencia de esto que cuando alguien dice, tajante, que no quiere volver a ver a su propio padre o su madre.
Pero la soledad se impone a la realidad exterior incluso cuando hay familia, cuando vienen las trabajadoras sociales, los enfermeros, los médicos y las personas voluntarias. La vida que este contacto proporciona se apaga cada vez que la persona vuelve a su casa.
Se suele mostrar la vejez como una “edad dorada” llena de tiempo y de oportunidades para hacer todo aquello que uno no pudo hacer en la época “productiva”. Pero con grandes limitaciones de movilidad y pocas relaciones sociales, esos anhelos están más lejos que cuando el trabajo, las responsabilidades y la poca conciencia sobre la vejez que va ganando terreno habían convertido la falta de tiempo en el principal obstáculo.
Muchas personas habían asumido la jubilación como la meta de una carrera que consistía en producir. Al llegar, caen en la cuenta de que aún conservan su salud y muchas de sus aptitudes físicas y mentales, pero no saben cómo compartirlas. Muchos no han cultivado quehaceres para su tiempo liberado; nadie los ha ayudado a desarrollar actitudes ni los ayudó a preparar el momento en que la sociedad dejara de contar con ellos más que como “carga para el Estado”, como si no hubieran pagado sus impuestos durante sus años “productivos”. Ahora hasta peligran sus pensiones.
Los informativos también hablan de los mayores cuando descubren a alguien que llevaba muerto varios días. Nadie lo echaba de menos hasta que un vecino, alertado por el olor o por el ruido incesante del televisor, llamó a la policía.
O emiten reportajes buenistas que tranquilizan la conciencia del espectador con la labor de voluntarios a los que presentan como “héroes” salvadores o como solución a la soledad y el abandono, cuando se trata de un problema muy complejo que implica la creación y el fortalecimiento del tejido social.
Además del abandono de la familia, el Estado ha recortado en un 15% las ayudas a familiares que cuidan a sus dependientes, lo que para muchas personas, sobre todo mujeres, supone plantearse la posibilidad de buscar un trabajo y una alternativa para el cuidado de la persona mayor, como si el fantasma del desempleo no planeara sobre todos.
También supone una forma de maltrato por parte del estado aumentar la edad de jubilación y los precios de los medicamentos a los jubilados, así como recortar las pensiones y las ayudas a cuidadores mientras se rescata con dinero público a los bancos y entidades financieras.
Investigar sobre formas visibles o veladas de maltrato a los mayores plantea la falta de relaciones entre vecinos y la necesidad de cambios en los recursos públicos destinados a los mayores.
(Texto proporcionado por el Centro de Colaboraciones Solidarias CCS)
Carlos Miguélez Monroy
Periodista y editor en el Centro de Colaboraciones Solidarias
Twitter: @cmiguelez