Padre Marcelo Pérez: sacerdote indígena, luchador y defensor del pueblo
Acapulco sufrió una devastación sin precedentes al paso del huracán Otis, que entró a ese puerto del Pacífico en categoría 5, la máxima que puede asignarse a un fenómeno de este tipo, con vientos sostenidos de más de 260 km/h y ráfagas de hasta 315 km/h. Al momento de escribir estas líneas se sabe que murieron 43 personas y al menos 36 más se reportan como no localizadas; se calcula que 80% de la infraestructura hotelera sufrió daños considerables, diversos hospitales tuvieron que ser evacuados y la ciudad se quedó sin energía eléctrica ni servicio de telecomunicaciones; escasearon el agua potable, los alimentos y la gasolina. Es decir, una auténtica crisis humanitaria que abarca un conglomerado urbano de más de un millón de habitantes, zonas rurales del propio municipio de Acapulco y municipios aledaños, como San Marcos y Coyuca de Benítez.
Al margen de los señalamientos que se han hecho sobre el manejo puntual de la emergencia por parte de las autoridades federales, estatales y municipales, vale la pena tomar distancia y detenerse a analizar lo que significa gestionar una crisis. Porque crisis de todo tipo tenemos todo el tiempo y aquí en Oaxaca debemos ver lo que aconteció y sigue aconteciendo en Acapulco como si nos miráramos en un espejo. En nuestra historia sobran ejemplos de catástrofes naturales, ya sea en la forma de sismos devastadores, de fuertes huracanes en la región costera o de pandemias indómitas, y aunque hemos sido capaces de formular planes de contingencia, sabemos que cuando las fuerzas de la naturaleza se alzan con todo su poder nos hunden en una crisis que siempre es muy complejo gestionar. Como también sabemos que esas catástrofes se nos van a estar presentando periódicamente, es indispensable interiorizar las lecciones que nos dan cada una de ellas.
Esto último está en el centro de un libro que recomiendo ampliamente a quien le interese profundizar en el tema del manejo y la gestión de crisis: Cualquiera tiene un plan hasta que te pegan en la cara (Paidós, 2020), de mi amigo Mario Riorda, politólogo especializado en comunicación política y gestión de crisis, en coautoría con la médica psiquiatra experta en la atención de salud mental durante emergencias y desastres, Silvia Bentolila.
La tesis del libro es que nadie está a salvo de las crisis porque estas son inherentes a la vida misma, ya sea a nivel personal, familiar, de grupos pequeños o de la comunidad, y la conmoción que provocan, la manera en que ponen de cabeza eso que consideramos normalidad, exige encauzarlas y gestionarlas para que sean menos graves, menos disruptivas, menos brutales. Para tal efecto, “se cuenta con un amplio menú disponible —nos dicen los autores— de modelos, métodos, guías y estrategias de intervención para mitigar el impacto de las situaciones críticas. […] Las crisis, ineludibles y universales que atraviesan la condición humana, no necesariamente serán sufrimiento puro; tienen la posibilidad de ser transitadas —y gestionadas— para transformarse en un aprendizaje.”
Se trata de adoptar otra perspectiva de nuestra cotidianidad que nos convierta en sujetos activos de la prevención, permanentemente. Porque antes de gestionar la crisis, antes de enfrentar la catástrofe, lo que hay que aprender a hacer es gestionar el riesgo. A consecuencia del cambio climático, por ejemplo, los fenómenos extremos tienden a ser más dañinos. ¿Esperamos la devastación del próximo huracán gigante para entonces gestionarla o nos concentramos ahora mismo en reducir, verdaderamente, las emisiones de carbono hacia la atmósfera?
“La ‘reducción del riesgo de desastre’ es una expresión utilizada —concluyen Riorda y Bentolila— para incentivar acciones a nivel nacional, local y comunitario que eviten que el impacto de un determinado evento aumente de escala. Si las comunidades y las instituciones tienen recursos para actuar en situaciones críticas, se reducen las posibilidades de desastre. Las sociedades con conocimiento y preparación para enfrentar los desastres y, sobre todo, reducirlos, son más resilientes y más proclives a salir de la pobreza.”
¿Qué podemos aprender como país de la tragedia de Acapulco? ¿Qué lecciones podemos interiorizar aquí en Oaxaca del sufrimiento de nuestros hermanos gerrerenses, con quienes compartimos costa, geografía y raíces? ¿Qué esperamos para aclimatar a nuestra realidad y nuestra tierra ese “amplio menú” de modelos, métodos, guías y estrategias para gestionar el riesgo y prepararnos con solidez y conocimiento de causa para enfrentar la próxima crisis que nos caiga encima? Por lo pronto, un gran saludo solidario a todos los pobladores de Acapulco y sus alrededores, ¡y que viva Oaxaca!