
Muere presidente del motoclub Metal Horses por choque en Tlacolula
Empezó a trabajar desde los 7 años, ilusionada con poder ir a la escuela; a los 15 años un hombre conoció y su vida cambió. Estudió a través de sus hijos.
En la oscuridad se escuchan ruidos.
Andrea acomoda los trastes
después de la comida.
Dejaron de mirarla;
con sus recuerdos enjabona los platos sucios
con sus manos.
Con surcos como tierra arada,
recia, erguida, con voz tersa,
murmura algunas palabras.
Parpadean sus ojos
cansados de ver a todos.
La olla ahumada cuece frijoles,
hierve su cocción en un mar negro,
flota una cabeza de ajo.
Cuece tomate, chile y cebolla para la salsa.
Hace un poco de aire,
chirrían las láminas;
con el chorro de agua llenando su cubeta
se mecen las trenzas de su madre.
Cantan los chituguis.
Pasa su abuela envuelta en su rebozo,
ya calienta las tortillas.
No llora.
El humo de leña verde
le hace recordar a su comadre.
Divide las porciones:
todos comerán frijoles
con tortillas calientes,
con salsa picante.
Toma su machete y un traste,
sirve un tanto de comida,
sube la ladera,
otra ansiedad la apura
y graznan los halcones blancos.
Sus manos recias en la bolsa del mandil
se entibian,
se preparan para labrar la tierra.
Piden sembrar maíz, calabaza;
le exigen abrazar a la hija valiente,
de voz fuerte,
que mira el regreso de los halcones blancos.
—Come estos frijoles, les puse una cabeza de ajo,
así te gustan.
¿Tienes tortillas?