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Los cardenales son ‘los príncipes de la Iglesia’, los eclesiásticos de jerarquía más elevada y con dignidad de ‘eminencia’ cuyo origen se remonta a las sedes administrativas de Roma que requerían de un intermediario (una bisagra, como explica su etimología) entre el Papa y el resto de autoridades. A lo largo de la historia, los oficios y los perfiles de los cardenales han cambiado varias veces y, en ocasiones, de forma radical; y uno de estos cambios se hace evidente en el pontificado de Francisco.
Hasta este 10 de marzo del 2022, hay 215 cardenales en todo el mundo (120 electores y 94 no electores, es decir, mayores de 80 años); y aunque puede parecer un número grande debemos recordar que hay más mil 400 millones de católicos en todo el orbe, y de entre ellos, sólo este puñado de hombres representan un muy especial y simbólico grupo que no sólo hacen gozne entre el Papa y el mundo sino entre el pasado y el futuro.
De estos cardenales y los que pueda crear aún el papa Francisco sabemos que saldrá su sucesor; y si bien, en la historia, estos purpurados han pasado de ser servidores de la caridad a príncipes feudales, de realeza pontifical a embajadores plenipotenciarios o, apenas en el siglo pasado, de operadores curiales a dignatarios de peso político entre las naciones y en las Iglesias, para Francisco, el primer pontífice latinoamericano y el primero extraído de la Compañía de Jesús, los cardenales tienen una misión que debe dejar más huella entre los pueblos que en el Vaticano.
Desde el primer consistorio realizado por Bergoglio para crear nuevos cardenales quedó muy claro que, para recibir esta dignidad, no importaba tanto la sede diocesana donde gobernase un obispo. Francisco rompió esa vieja lógica de ‘sedes cardenalicias’ donde -casi en automático- el pastor que llegaba a una diócesis con gran tradición, peso político y relevancia económica recibía el birrete púrpura. Poco a poco, Bergoglio también hizo cardenales a personajes ‘de las periferias’: sacerdotes, obispos auxiliares y eméritos cuya misión no recayera tanto en el ‘gobierno’ sino en el ejemplo.
Lo ha dicho así a sus purpurados: “Ninguno de nosotros debe mirar a los demás por encima del hombro, desde arriba. Únicamente nos es lícito mirar a una persona desde arriba hacia abajo, cuando la ayudamos a levantarse… estemos bien dispuestos y disponibles, especialmente en los momentos de dificultad, para acompañar y recibir a todos”.
Los cardenales de hoy están llamados a salir de las trincheras de sus palacios apostólicos y de la comodidad de su dignidad; hoy, los cardenales no pueden abstraerse de la realidad, pasar días en pantuflas en casa o darse largas semanas de descanso. Los cardenales que son verdaderos amigos y servidores del papa Francisco han decidido salir al encuentro de las angustiosas realidades de sus pueblos cuando su salud y fuerzas se los permite; pero, incluso los cardenales más ancianos, no acallan el ardor en su corazón para llevar por todos los medios posibles, las palabras que orientan, anuncian el Evangelio y denuncian las injusticias contra el pueblo y las ofensas contra Dios y su creación.
Hoy, muchos cardenales ya no tienen aquel peso mayúsculo en el desarrollo de las Iglesias locales de sus países o en la toma de decisiones; además, hoy son duramente cuestionados por no aprovechar su privilegiada posición en favor del bien común o de los más necesitados. Incluso los cardenales curiales y pontificios han debido trabajar de sol a sol comparados casi siempre contra un infatigable pontífice que no toma vacaciones. Hoy, los cardenales que no participan en los principales espacios de diálogo social, los que no salen a encontrarse con los dramas de sus pueblos o los que no arriesgan su capa o sotana para inclinarse personalmente a ayudar a los necesitados alcanzan apenas el grado de anécdota fugaz en la vasta y bimilenaria Iglesia.
La reciente decisión de Francisco para enviar a dos cardenales a las fronteras de la guerra (Konrad Krajewski, Limosnero Apostólico, y Michael Czcerny, prefecto para el Desarrollo Humano Integral) va más allá de un gesto, es un mensaje para el futuro y, al mismo tiempo, un deseo: Que la distinción cardenalicia no sea sólo un reconocimiento a la trayectoria del eclesiático sino una renovada y grave responsabilidad para que el purpurado sea ejemplo, con palabra y obra, de la misión de promover el bien y la libertad entre los hombres sobre la piel herida del mundo.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe