Una manera de autocuidado es nombrar lo que sentimos: Iveth Luna Flores
«Por sus frutos los conoceréis» Mateo 7:15
I
Cielo Min
El hombre de cabello alborotado y pantalones arrugados camina sin pisar casi el suelo por lo rápido de las zancadas. Sobre sus hombros carga a su hija, cuyas piernas le llegan más allá de la cintura. No está en edad de ir en hombros. Él la complace. El señor de aspecto extraño equilibra el peso sujetándole las extremidades mientras sortea a los marranos que hacen del callejón Los Pescadores su hogar.
Ella sonríe. Es feliz. Él no se cansa. Sin parar avanza hacia el parque del pueblo con la niña a cuestas. Así, tan nítido, como si fuera ayer, con una gran sonrisa, Cielo me describe una de las imágenes con su padre en Juchitán, ese hombre que sentado en el pretil de la casa materna la hipnotizaba con su larga cabellera, Ta Min, como lo llama.
Del padre de su progenitor, recuerda el placer de comer chiles y sopear las tortillas en el caldo de camarón ante la mirada inquisitoria de la abuela, que veía transformada la elegante mesa familiar.
De Na Olga, su madre, cuenta mucho más, en las reuniones de amigos no hay una sólo vez que no hable de ella, que no describa sus andanzas en la Condesa, en su departamento, en su casa de la Séptima, poemas muchos, sin contar, en honor a esa mujer que le enseñó lo que es tener dignidad y coraje en un reino gobernado por hombres.
Cielo Min es la niña que creció en ese famoso callejón de los hombres del mar, que siguió esa tradición de las mujeres de su casa de no casarse, no porque no hubiera príncipes encantados detrás de ella, sino que las mujeres de su casa están destinadas a echar raíces pero libres. Cielo es la hija de Na Olga, la madre de Rocío, la vecina que cumple con los rituales sociales de los zapotecas durante todo el año, es la que ama el mar, la de San Vicente y la de los huaves.
En la séptima, Cielo Min es esa mujer que se sube a un mototaxi y de repente, de la nada, esos hombres que hacen del aguardiente su vida la reconocen y le gritan a todo pulmón ¡Adiós Cielo Min! ella, a veces para, en otras una señal de mano basta y en muchas ocasiones les sonríe y les devuelve el cariñoso “adiós”.
Cielo Min sigue sorprendiéndose de la bravura de las mujeres de su barrio, de cómo aman la vida, de cómo lloran a sus muertos, de cómo disfrutan comer y beber. En el pueblo no la llaman por su nombre legal, ella podría parafrasear a Juan Stubi y diría: Ndani xquidxe Cielo Min rienecabe naa.
II
Natalia
A Natalia Toledo la conozco hace muchas lunas y varios vinos. A Natalia comencé a leerla ya entrada en años a través de revistas literarias en la Universidad y en recitales. Anécdotas tengo bastantes que contar de esta importante escritora Mexicana, la primera mujer en ganar el Premio Nezahualcóyotl de Literatura En Lenguas Indígenas.
Natalia Toledo es una especie de alter ego de Cielo Min, aunque a veces me es difícil distinguir quién es quién. Su trabajo a favor de la revitalización de la lengua en la región del istmo y Oaxaca ha sido muy importante, junto con el maestro Víctor Cata y apoyados por el maestro Francisco Toledo, ha logrado consolidar un gran proyecto; el Camino de la Iguana, que se reproduce en otros espacios, con otros nombres y con otros promotores.
La poeta Natalia Toledo ya forma parte del acervo de la literatura moderna indígena. Es una de las escritoras más importantes de América latina, tanto, que la influyente revista norteamericana especializada en literatura y traducción llamada Literatura Mundial de Hoy, seleccionó el libro “El Olivo Negro y otros poemas” como uno de los 75 libros mejores traducidos al inglés a nivel mundial.
Natalia Toledo se ha inclinado en los últimos años, en escribir narraciones cortas dirigidas a niños, allí está los casos de “La Muerte Pies Ligeros” y “El niño que no tuvo cama”. Su gran aporte a la literatura zapoteca están centrados también en los poemarios “Mujeres de Sol, mujeres de oro”, que ya tiene una traducción al francés, y cómo olvidar ese poemario “Paraíso de fisuras” que escribió con su amiga Rocío Gonzales.
Natalia Toledo está en plena y potente producción literaria, no descansa, aunque pareciera, todo el tiempo está escribiendo y haciendo poesía; cuando está frete al mar, descansando, comiendo, bailando o simplemente cuando platica con las taberneras y los niños de su cuadra. Ella dibuja palabras con las manos y hasta en los lienzos que trae de países lejanos. Su nuevo libro, El dorso el cangrejo, por supuesto no es, ni será, lo último por lo que se sepa de Natalia Toledo.
III
El cangrejo
De las primeras entrevistas que hice en mi carrera como periodista, recuerdo uno en particular, la que le realicé al escritor Sergio Pitol. Recuerdo que le pregunté, algo para mí simple: Porqué nunca hizo poemas. El maestro serio y con su mirada no me bajó de tonta, pero con esa lindura que lo caracteriza me respondió: porque es el género más difícil de la literatura. El que hace poesía, es un gran creador del universo en pocos versos.
La poesía es según Octavio Paz “el trabajo refinado de la palabra , en donde se desdibuja el rostro de un recuerdo, la desventura de un te quiero en la boca del blasfemo. A través del verso el poeta reflexiona acerca de la vida de una mariposa, de la muerte de un minuto en las manos del tiempo”.
Y eso es precisamente lo que presenta y encierra El dorso del cangrejo, el trabajo de filigrana de las vivencias, de un tiempo pasado pero que está presente en el palpitar del pueblo de Juchitán, de sus mujeres, de sus rituales, ahora cuestionables, como el rapto y la virginidad.
El Dorso del Cangrejo es un breve resumen, sin contemplación, sin pena, sin pudor, de la doncella mancillada, de la que da honor a la casa de sus padres, de la mujer que vive su sexualidad plenamente, de los hombres con sabor a sal, de todo lo que somos como pueblo, que practicamos y gritamos pero no sabemos cómo escribirlo, y Natalia se atreve hacerlo, porque también forma parte de ella.
Si quieren realmente conocer a Natalia Toledo o a Cielo Min, a Na Olga, a su Abuela Aurea, su infancia, su barrio, las mujeres de su callejón, sus tristezas, su memoria, si realmente quieren conocer esa nostalgia que la obliga a regresar una y otra vez al pueblo de San Vicente, a su origen, sólo lean los hermosos versos que guarda en su caparazón El dorso del cangrejo.