Día 23. Por oportunismo, crisis en Ciencias Políticas de la UNAM
CIUDAD DE MÉXICO, 6 de noviembre de 2017.- José María Castillo Velasco (1820-1883) distinguido oaxaqueño, oriundo de Ocotlán (hoy San Antonino Castillo Velasco), intelectual, jurista y juarista, liberal y con profundo sentido social, revolucionario de Ayutla en 1855, constituyente en 1856-57, ministro de gobernación de don Benito, profesor y autor de obras señeras de Derecho Administrativo y Constitucional, lo dijo muy claro: la Constitución puede ser perfecta pero sin buena administración sirve de muy poco.
Sus palabras siguen vivas y deberían orientarnos en la coyuntura actual.
En efecto, la historia constitucional de México, y no solo de México, está cargada de diagnósticos agudos y propuestas inteligentes, pero ineficaces sin operación gubernamental.
Los diagnósticos de Jose Maria Luis Mora, Lucas Alamán y Lorenzo de Zavala, antes de 1857, o bien de Ignacio Vallarta, Emilio Rabasa, Justo Sierra y Andrés Molina Enríquez, entre 1857 y 1917, identificaron que el poder excesivo de los congresos mexicanos y los hombres fuertes regionales habían causado las recurrentes dictaduras de Santa Anna y Porfirio Díaz, antes y después de 1857.
Congresos sin capacidad gubernativa, y presidentes sin capacidad ejecutiva, poder judicial más estable pero igual de esteril, provocaban la deriva en los desequilibrios del país. Además, los gobernadores eran más fuertes que los presidentes. Por tanto, la solución radicaba en construir un sistema de gobierno presidencial.
El sistema de gobierno presidencial mexicano, consolidado entre 1928 y 1938, entre Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, entre el PNR y el PRM, y perfeccionado 10 años después con la creación del PRI, al fin brindó estabilidad, gobernabilidad y administración al país.
Ciertamente, la hegemonía priista presidencial y gubernatorial, y un sistema electoral dependiente y funcional, facilitaron la concreción del programa constitucional en favor de los derechos sociales (tierra, trabajo, salud, educación) que el crecimiento económico sostenido y el desarrollo hicieron posible durante cuatro décadas.
Al llegar a su fin tan prolongado y productivo ciclo histórico, el sistema presidencial y la hegemonía priista perdieron fuerza, con las alternancias los congresos retomaron protagonismo y el poder judicial federal asumió mayor fuerza relativa.
Al mismo tiempo, la pluralidad política y su expresión en los gobiernos federal y locales, la abundancia de dinero informal y la falta de controles produjeron más corrupción y menos cuidado y eficacia en la administración. La prioridad a los derechos individuales ha agudizado la inequidad y la desproporción.
Gobiernos y aparatos administrativos resultaron atrofiados y capturados por sociedades abundantes y fuertes, llenas de actores licitos e ilicitos, urgidas de sobrevivencia, plenas de juventud y ambición, al fin y al cabo insumos de la lógica de operación pragmática de los mercados.
Un nuevo periodo de reflexión, como hace 100 años, solo que en sentido inverso, señala al sistema presidencial y la partidocracia como causantes de la degradación.
De Porfirio Muñoz Ledo a Diego Valadés y de José Woldenberg, a Héctor Aguilar Camín, la solución ahora pasa por el giro hacia un sistema de gobierno más o menos parlamentario o más o menos semi-presidencial, en lo que se incluye la segunda vuelta para el poder ejecutivo, el reajuste a la integración de los congresos, y los gobiernos de coalición. La solución no pasa, de ningún modo, por el regreso al antiguo presidencialismo.
En los ámbitos locales, gobernadores con mayores controles por parte de los congresos también sometidos a controles jurídicos y políticos –para mí, deberíamos reponer los senadores estatales, cortes supremas y consejos de gobierno de la primera mitad del siglo XIX– poderes judiciales y órganos autónomos más vigorosos, y en todos los casos la participación ciudadana activa.
Sin embargo de esas propuestas, ninguna respuesta constitucional será virtuosa sin la operación gubernamental y administrativa eficaz.
Urge acercar el poder a la sociedad y a la gente de a pie. Convertir a la administración pública en administración de la gestión social y comunitaria. Transparentar, evaluar y comunicar bien la acción administrativa cotidiana. Concretar la Constitución a través del gobierno y la administración. Incorporar a la comunidad y a la sociedad a la tarea de la planeacion, ejecucion y control de sus propias decisiones. Romper la brecha entre Constitución y su operación práctica en favor de las mayorías y no de las minorías.
Recordar al gigante de Ocotlán, Castillo Velasco: Sin administración no hay Constitución.