Las portadas de las novelas ganadora y finalista del Premio Planeta 2024
En 1993, cuando empezamos a imaginar con el maestro Francisco Toledo que plantaríamos un jardín botánico en el antiguo huerto de Santo Domingo el Grande, propusimos hacerlo autosuficiente en agua.
Ya desde esas fechas era evidente que el crecimiento de la ciudad rebasaría muy pronto la capacidad de la red de agua potable. En un principio, pensamos ordeñar la línea de drenaje que corre bajo la calle de Macedonio Alcalá, purificándola mediante un pantano artificial.
Poco tiempo después, ese proyecto fue desechado porque requeriría sacrificar buena parte del terreno del actual jardín (2.3 hectáreas) para cultivar juncos y espadañas, cuyas raíces limpiarían el flujo lentamente y la pestilencia sería difícil de evitar.
Optamos entonces por evaluar la factibilidad de perforar un pozo, para lo que contratamos a un equipo de especialistas en geofísica, quienes sondearon el subsuelo mediante conductividad eléctrica y nos marcaron un punto en la sección nororiental del predio, donde estimaron un aforo de varios litros por segundo, a una profundidad razonable.
Para decepción nuestra, ya hecha la perforación, el chorrito resultante no alcanzó a llenar una cubeta, antes de menguar a un triste goteo.
Fue entonces que nuestro grupo de trabajo, conformado bajo la figura del comité técnico del fideicomiso para el jardín, examinó la alternativa que debía habernos sido obvia desde el inicio: aprovechar los 700 milímetros anuales de lluvia que caen, en promedio histórico, en nuestra porción del Valle de Oaxaca, un volumen inmenso de agua que se pierde en la red de aguas negras y se desperdicia año con año.
Fue así que la maquinaria pesada, encabezada por una grúa enorme, comenzó a excavar un gigantesco boquete en el corazón del jardín en 1998.
Los restauradores del antiguo convento pegaron el grito en el cielo, alegando que la obra amenazaba la estabilidad de los cimientos del antiguo convento.
Tuvimos que llamar a los peritos del despacho más renombrado en ingeniería civil en la Ciudad de México para que emitieran una opinión técnica que, por fortuna, fue favorable para nosotros.
Fue así, a contrapelo, como se construyó la mayor cisterna pluvial en el estado, con una capacidad de un millón trescientos mil litros.
La obra no fue sufragada por el fideicomiso mencionado, sino que corrió por cuenta del Gobierno del estado.
Veintitrés años después, agradecemos la iniciativa del Lic. Diódoro Carrasco para dotar al jardín con agua.
Por nuestra parte, colamos una serie de artesas de concreto en el perímetro de todo el exconvento, al pie de cada una de las gárgolas que desaguan las bóvedas: media hectárea de edificación virreinal, más varios cientos de metros cuadrados ocupados por los patios interiores, cuyos escurrimientos también captamos.
Cavamos zanjas e instalamos decenas de metros de tubería oculta para conducir el agua de lluvia a la cisterna, haciéndola pasar por pozos de visita y areneros que filtran los sedimentos y atrapan la basura arrastrada en los chubascos.
Es con esa agua que regamos la sección dedicada a los bosques húmedos. Con esa misma agua operan los sanitarios al servicio de los trabajadores y los visitantes del jardín.
Así la cisterna contribuye a hacer del Jardín Etnobotánico una institución sostenible, no solo porque cubre buena parte de nuestras necesidades de agua, sino porque aporta fondos para las finanzas públicas.
Concluida la construcción de la cisterna, la losa de concreto fue recubierta de cantera en un diseño de anfiteatro, donde actualmente se celebran las bodas y otros eventos sociales que generan ingresos monetarios sustanciales.
Ante el calentamiento global y la escasez creciente de agua, estamos convencidos de que las ordenanzas federales, estatales y municipales deben estipular que todo proyecto de construcción, sea público o privado, incluya la obligación de captar y almacenar agua pluvial a partir de ahora.
Construir un sistema como el del Jardín es caro y demanda trabajo de mantenimiento todo el año, pero el costo de obras a escala para cosechar la lluvia en proyectos más pequeños es incomparablemente menor.
Las represas gigantescas edificadas en los últimos cien años, como los embalses de Temazcal y Cerro de Oro en el norte del estado, han deteriorado la vida de los ríos en todo el país.
Ya es tiempo de que olvidemos las cortinas de concreto y pensemos en cosechar la lluvia casa por casa.
Este y otros textos puede encontrarlos en el boletín digital de la Fundación Alfredo Harp Helú https://bit.ly/bolfahho7